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Recordando a todas las víctimas

Se cumple mañana el primer aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco. En este caso -a diferencia de lo que, por desgracia, ha ocurrido y sigue ocurriendo en tantos otros-, el transcurso de un año no ha bastado para olvidarlo. Diversos actos se proponen, más bien, avivar estos días su recuerdo. Es justo, además, que así sea. Ni aquel espeluznante crimen ni la tremenda conmoción que causó en la sociedad merecen caer en el olvido.También yo quiero sumarme, desde estas líneas, a la conmemoración colectiva de aquellos trágicos sucesos. Pero, al hacerlo en mi condición de lehendakari, me ha parecido que cometería una imperdonable injusticia, si mi conmemoración personal no fuera acompañada del recuerdo igualmente sentido, de todas las víctimas que la violencia ha ido acumulando en nuestro país a lo largo de los últimos 30 años.

Pienso que la conmemoración de una víctima, si quiere ser algo más que el legítimo tributo privado de una familia y convertirse, como pretende en este caso, en gesto de solidaridad de toda la sociedad, nunca debe realizarse a costa del olvido de las demás. Ha de ser, por el contrario, inclusiva de todas y compasiva con todas. Sólo así podrá depurarse de cualquier connotación sectaria o particularista.

Esta observación, que tiene validez universal, adquiere para mí especial sentido, cuando reflexiono sobre dos hechos de la actualidad. El primero es que, en el año exacto que ha transcurrido desde aquel horrible asesinato, ETA ha sumado nueve nuevos nombres a su macabra lista de víctimas y que algunos de ellos sólo pueden ser recordados ya sin esfuerzo por quienes componían el círculo de sus familiares y amigos. Para los demás, esos nombres se nos han quedado en números.

El segundo hecho es que el azar ha querido que, por estas mismas fechas, coincidan dos aniversarios: el primero del asesinato de Miguel Ángel Blanco y el trigésimo de aquel otro con que ETA dio inicio, en junio de 1968, a su alocada carrera de atentados mortales. Se presentan así ambos como lo que realmente son: eslabones de una misma cadena de dolor y sufrimiento, de la que todavía hoy no hemos podido liberarnos. Ambos hechos me han movido a rendir mi particular homenaje a la memoria de una víctima concreta, rescatando del olvido el recuerdo de todas aquellas otras que, antes y después, la han acompañado.

Desde aquel ya lejano junio de 1968, se acercan a ochocientas las víctimas mortales causadas por ETA y se cuentan por millares los huérfanos y huérfanas, las viudas y viudos, los padres y madres, las hermanas y hermanos, que lloran aún la pérdida irreparable de sus seres más queridos. Desde entonces, superan también la cincuentena las víctimas de asesinatos perpetrados en un tiempo, durante la llamada guerra sucia contra el terrorismo, por responsables y funcionarios del Estado o por mercenarios alquilados por aquéllos, y son otras tantas las familias que todavía lloran su ausencia, sin haber recibido siquiera la exigible reparación de la justicia.

Desde entonces se han hecho, asimismo, incontables las personas que, sin haber sido privadas de sus vidas, se han visto obligadas a vivirlas bajo la zozobra del secuestro, la extorsión, la amenaza o la intimidación, sin poder disfrutar plenamente de la seguridad y de la libertad que a todos nos garantiza el Estado de derecho.

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Pero aún es más el sufrimiento acumulado en estos últimos 30 años. Porque quienes apoyan y ejercen el terrorismo han logrado acumular sufrimiento incluso en su propio entorno familiar y afectivo. Así, por ejemplo, también sufren y merecen compasión, en el sentido más digno y original de la palabra, aquellas familias que se ven obligadas a vivir separadas de sus miembros, por encontrarse éstos encarcelados en cumplimiento de las sentencias que les han sido impuestas por sus crímenes o huidos a otros países para no tener que cumplirlas.

Éste es, a grandes rasgos, el cuadro que la violencia y el terrorismo han venido emborronando en nuestro país a lo largo de los últimos 30 años. En él destaca, sin duda, la figura de Miguel Ángel Blanco. Pero su verdadera fuerza expresiva no le viene de su aislamiento sino de la tragedia que comparte con ese conjunto tétrico de víctimas anónimas. La suya destaca, porque ha logrado expresar con impactante claridad lo que algunas de las demás figuras sólo han conseguido balbucear: la gratuidad y la inutilidad que se esconde bajo el terrorismo. Por qué tanta crueldad y para qué tanto sufrimiento son, en efecto, las preguntas que nos lanza hoy a todos ese cuadro sombrío y trágico que resume 30 años de terrorismo.

La inmensa mayoría de la sociedad se reconoce incapaz de dar respuesta a esas preguntas. No ve por qué ni para qué se ejerce la violencia. Por eso le resulta aún más patética e insorportable. Falta aún que quienes todavía la apoyan y ejercen se atrevan a reconocerse y confesarse incapaces, también ellos, de contestarlas. Cuando se atrevan a hacerlo, cada uno de nosotros dejaremos de enterrar, por separado, a nuestros muertos y todos juntos lloraremos, de una vez y para siempre, los muertos de todos. Entonces habrá empezado la reconciliación.

Soy consciente de que esta palabra, pronunciada en un día como el de hoy, puede sonar a sarcasmo. Como si el ataque cruel e incesante del terrorismo nos obligara a desterrarla de nuestro lenguaje y a sustituirla por otras más acordes con la dureza del momento. Reconciliación sería hoy, para algunos, sinónimo de debilidad e, incluso, de claudicación.

Yo creo, sin embargo, que fue el deseo y la búsqueda de una sociedad vasca integrada y reconciliada lo que nos llevó en su día a firmar, en los términos en que lo hicimos, el Acuerdo de Ajuria Enea y nos mantuvo unidos durante años. Hoy sigo pensando que, fuera de ese deseo y de esa búsqueda, no podremos reencontrarnos ni recuperar nuestra unidad, nuestra fortaleza y -por qué no decirlo- nuestra grandeza de antaño. El terror nos habría ganado la batalla, si nos obligara a renunciar a un horizonte final de reconciliación y a instalarnos definitivamente en el odio y en la confrontación. Nos habría hecho perder toda esperanza.

Es, sin embargo, la esperanza el sentimiento que me gustaría transmitir en este doble aniversario de sufrimiento y de muerte. Esperanza de que quienes los causan se dejen, por fin, conmover por el dolor de tanta víctima acumulada a lo largo de 30 años. No es ésta -lo admito- una reflexión política al uso. Quizá no deba siquiera serlo. Porque en todo esto se dirime, en el fondo, una cuestión de humanidad.

José Antonio Ardanza es lehendakari de Euskadi.

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