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Lo peligroso de la llamada moral cristiana

Lo que se llama muchas veces moral cristiana tiene muy poco de moral. No hay nada más que dar un paseo por la historia de los veinte siglos de cristianismo. Un paseo al que no nos ha invitado el paradójico Papa actual con motivo del tercer milenio. Habla del "antitestimonio y escándalo" que sus errores han producido, "los fracasos de ayer", "los métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio de la verdad". Y no digamos sólo que fueron de ayer porque "hacen sentir todavía su peso y permanecen como tentaciones del presente". Lo malo es que todo esto es noble reconocerlo, pero a quienes solemos hacer la crítica que dice el Papa se nos tacha de anticlericales trasnochados, o de nefandos herejes que merecemos ser echados a las calderas de Pedro Botero.Sin embargo la historia es la historia, y los hechos ahí están para demostrarlo con su tozudez que, a la larga, no se pueden negar, por mal que siente a los que detentan el poder en las Iglesias y particularmente en la nuestra española. Unos y otros tenemos que ser sinceros para que nunca vuelvan a ocurrir tamaños desmanes, ni siquiera rebozados de buenas palabras que esconden a los incautos su deteriorada mercancía. La razón la daba con su franqueza hiriente el gran Nietzsche, que cada vez debemos escuchar más los cristianos: "En el fondo -decía- nunca hubo más que un cristianismo, y ese murió en la cruz".

La moral auténticamente cristiana no es nada más que la moral de Jesús. Una moral para el pueblo; y no un idealismo imposible de cumplir, como muchas veces se nos ha dicho que era el mensaje de Jesús: un cierto idealismo heroico para seres extraordinarios. Cuando él enseñó a la gente de Palestina lo hizo para banqueros como Mateo, comerciantes y prestamistas como Zaqueo, militares como el centurión, mujeres de la vida como Magdalena, pobres como Bartimeo, paganos como la siro-fenicia, hombres incrédulos como Tomás, gente extraviada, pero de corazón generoso, como el buen ladrón. A ellos iba su mensaje lleno de humanidad y de realismo. No a santos heroicos, ni ascetas al estilo de los faquires, ni a melosos beatos. Su mensaje del sermón del monte no ha sido bien entendido a veces porque era propio de un oriental lleno de imaginación y simbolismo, no de palabras que había de entender literalmente. Jesús siempre enseñaba con los pies en la tierra. Las bienaventuranzas no son sino trozos del Antiguo Testamento, como observó Tertuliano. La Biblia hebrea enseña una religión materialista que no piensa en los premios de un cielo etéreo, sino en el resultado positivo en la vida, como promete Jesús diciendo que de nuestras buenas acciones se seguirá en esta vida el ciento por uno. Y, para él, el amor a los enemigos no es algo extraño; sino el deseo de que el enemigo se convierta en un hermano, que "no ames en él lo que es ahora, sino lo que quieres que sea", pues lo importante es conseguir la paz y no el enfrentamiento, y para ello la Biblia, que comenta san Agustín, enseña que "la paz es obra de la justicia", porque si "anhelas la paz observa la justicia", añadía este santo filósofo. Es lo que está en toda la tradición religiosa del mundo, como señala Confucio: ¨Más vale devolver justicia por odio, y bondad por bondad". Seamos buenos, pero no tontos, decía también santa Teresa. Por eso Jesús en su Pasión no puso el otro carrillo ante la bofetada que le dieron, sino que interpeló al que le pegaba. Pero en esta confusión de los dirigentes cristianos la moral ha ido dando vaivenes de un lado para otro. No se ha sabido situar en esa "vía media" que propugnaron lo mismo Confucio que Buda, y que sin duda fue también la enseñanza práctica de Jesús. Las más inaceptables cosas las hemos oído de labios de los que deberían haberse limitado a recordar la comprensiva moral de Jesús; una moral que coincide con la mejor moral de todos los grandes personajes que han sabido dirigir a la humanidad en su marcha hacia adelante: Lao-Tsé, Confucio o Buda en el lejano Oriente; o más cerca de nosotros un Sócrates, un Epicuro o un Séneca. Los más perspicaces investigadores de la Biblia descubren, como Dodd, que san Pablo se inspiró en los paganos para enseñar su moral. Que Jesús, según los investigadores cristianos Kittel, Bultman, o Conzelmann y los judíos con Klausner llegaron a la conclusión de que Jesús no enseñó ninguna moral distinta de la que toda persona de buen sentido podía descubrir reflexionando sobre las consecuencias de su conducta, (W. Scharage: La ética del Nuevo Testamento). Es lo que demuestra también el profesor católico de ética López Azpitarte, en su excelente obra Fundamentación de la ética cristiana, y lo mismo Valsecchi, Böckle, M.Vidal o Schillebeeckx. De modo que, aunque se nos ha dicho lo contrario, "es una opinión generalizada" que no hay cambio de las normas de siempre, sino en el sentido y motivación que un cristiano les da.

Y, por no haber enseñado esto, hemos caído en los graves defectos de una educación moral poco humana: o demasiado sentimentaloide, o con un falso idealismo que no pone los pies en la tierra, o lo que es todavía peor, movidos por lo que se ha llamado "la pastoral o la espiritualidad del miedo". Y así, hemos hecho cristianos encogidos que temen pecar en todo lo que hacen, o defraudados por no poder alcanzar unas metas imposibles que no son humanas. ¿Y el resultado?: lo que un médico cristiano, el doctor Solignac llamó "la neurosis cristiana", hecha de angustiadas desviaciones, obsesiones y temores. O, por el contrario, hemos caído en el abandono de todo lo que huele a cristiano, porque su contacto con lo que se llama así no ha tenido para esa persona nada de positivo.

El papel del matrimonio y la mujer ha sido durante siglos tan negativo, desde el punto de vista de esa falsa espiritualidad, que pasados los primeros años del cristianismo, donde se conservaba todavía el recuerdo del verdadero Jesús, enseguida empezaron las deformaciones, que duraron siglos. Yo todavía en los años cincuenta he ido a unos ejercicios espirituales donde se nos repetía lo que el famoso Tertuliano decía en el siglo III: "la mujer es la puerta del infierno". El acto sexual se consideraba una cosa en algún modo pecaminosa, si sólo se hacía por placer, incluso en el matrimonio. El papel de la mujer se consideraba como meramente pasivo, a merced de darle al varón "el reposo del guerrero". Y así en tiempo de Franco hubo algún valiente médico que sacó a relucir la frigidez que esto producía en la mujer casada española en porcentajes del 70% al 80%. O permitir el más grande moralista católico, san Alfonso, que se castrase a los niños para obtener de ellos una voz adecuada para el coro del Vaticano. O el "conejismo" en la relación matrimonial; y ahora -queriendo mejorar tamaño error- el uso exclusivo del llamado "método natural" de la continencia periódica para regular la natalidad, cuando lo artificial es lo que ha desarrollado la medicina y la salud del ser humano. Y el machismo que perdura en la Iglesia, a pesar de las buenas palabras sobre la mujer, a la que siempre se la considera de segunda categoría de hecho al no dejarla ser sacerdote, por ejemplo. O la morosidad en aceptar la condena de la guerra, o las persecuciones de los disidentes en las Cruzadas o la Inquisición, y en la perpetua minoría de edad enque se nos ha tenido intelectualmente con el índice de libros prohibidos, en el que estaban católicos tan indudables, pero renovadores, como el filósofo Descartes.

La rigidez conduce al libertinaje, no a la moralidad, según reconoce que pasó en Francia el cardenal Gousset, y en la historia del cristianismo lo asegura el santo moralista Frassinetti.

Hemos de volver a la razón personal, vital, en el descubrimiento de lo que es humano para descubrir lo moral (Lottin, o.s.b. Morale Fondamentale), que será lo que desarrolle al ser humano, según nuestros clásicos del Siglo de Oro, como el jesuita Vázquez. Y no dejarmos llevar del autoritarismo.

Enrique Miret Magdalena es teólogo seglar.

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