Casanova
Las reservas mentales que todo lector prudente mantiene al abordar las páginas de un relato autobiográfico deben reforzarse cuando el autor es un fabulador megalómano como Giacomo Casanova, cuyo mayor mérito -escribía Soledad Puértolas- fue la creación de su propio personaje.Más que una autobiografía, las memorias del Caballero de Seingalt constituyen una autobiografía, el interminable currículum de un seductor profesional que exhibe sus trofeos y justifica, y magnifica, sus conquistas. Se habla estos días de Casanova porque, en el bingo de las efemérides culturales de este año, fértil en coincidencias numéricas, le corresponden al menos unas líneas con motivo del bicentenario de su muerte, acaecida en 1798.
Una de las ventajas que tiene la celebración de centenarios, bicentenarios y multicentenarios reside en que los homenajeados ya están muertos y bien muertos y no pueden defenderse, ni querellarse contra los que impunemente difunden su correspondencia íntima, aventan olvidados rumores, analizan sus motivaciones secretas o ejercen de médium para interpretar sus sueños, concluir sus bocetos y plasmar sobre el papel, la pantalla o el escenario sus delirios, aprovechando la feliz coyuntura, esa lotería del calendario que exime a los funcionarios de la cultura de romperse la cabeza a la hora de buscar eventos que promocionar y subvencionar con sus presupuestos. Las cifras son neutrales, aunque luego se disputen la bolsa y la vida, la tarta del feliz aniversario, entre los más variopintos y hambrientos comensales.
Éste es un mal año para las celebraciones menores, eclipsadas por los aniversarios de relumbrón, y por eso no hay tarta para el bicentenario del goloso gentilhombre veneciano que no consiguió camuflar del todo en el bosque retórico de sus memorias su desairada y desastrosa experiencia madrileña. El seductor de vuelta de todos los senderos del placer sensual perdió los papeles nada más llegar a la capital de CarlosIII. Vino a engañar y fue engañado, a enredar en las intrigas cortesanas y se dejó enredar en sus tramas, vino a liberarnos y fue encarcelado, vino a seducir y fue seducido y abandonado con la miel en los labios y la bolsa esquilmada.
El galante veneciano reconoce por escrito que perdió su cortesana compostura y llegó a bramar como un ciervo en celo cuando vio a las madrileñas bailar el fandango en Los Caños del Peral, hoy sede del campanudo y no muy excitante Teatro Real. Don Jaime, como le llamaban familiarmente los indígenas, tomará clases de fandango y español con el mismo profesor y, avisado por un guía nativo, buscará pareja para el baile montando guardia junto a las garitas de los confesionarios y haciendo la ronda a la salida de los templos.
Su primera y presunta presa, doña Ignacia, hija de un zapatero remendón con ínfulas de hidalgo, desbaratará los argumentos ético-coreográficos del seductor, que anotó en su memorial: "Me parecía imposible que, después de semejante danza, la danzarina pudiese negar nada a su pareja, pues el fandango tiene que producir en los sentidos toda la excitación de la voluptuosidad". Entre doña Ignacia, su madre, el remendón hidalgo y el novio formal de la chica se las arreglarían para mantener al veneciano encandilado y aflojando duros y ducados sin tasa. El enamorado oficial de doña Ignacia, empleado de la Casa de la Moneda, sería el cobrador de unos favores que no llegarían nunca a otorgarse plenamente. Casanova sufrirá en Madrid engaño, extorsión, desprecio y cárcel, experiencias de las que pretenderá salir airoso al menos con la pluma. Para salvar su prestigio y justificar sus achaques cortesanos, el libertino, sin miedo a la paradoja, fustigará con bíblico acento a los habitantes de esta Babilonia mesetaria en al que "el libertinaje es excesivo; tiene incluso, como añadidura al de otros países, la espantosa hipocresía que hace a la verdadera piedad más daño del que ha podido descubrir la licencia".
Un discurso que doscientos años después parece escrito a la medida de nuestro piadoso edil don José María Álvarez del Manzano.
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