Globalidad y cantonalismo
Todo parece indicar que la globalidad ya es lenguaje común, esto es que galileos y gentiles admiten la existencia de una economía global y una información universal. Del culebrón a las cotizaciones bursátiles, de la meteorología a los accidentes, o las guerras más o menos remotas, por fin nada de lo que sucede nos es ajeno. O lo que no sucede porque no nos lo cuentan o no lo vemos, dicho sea sin ironía alguna. A la innegable globalidad de economía y mensajes mediáticos acompañan fenómenos cada vez más frecuentes de fragmentación y cantonalismo. Sobre la fragmentación volveré en más de una ocasión si el periódico que me alberga lo permite. Hoy me referiré, como se verá, al cantonalismo. El contraste entre globalidad y desintegración es novedoso. Es novedoso en la medida que se me alcanza, pese a los mismos signos, la misma expresión uniformadora para cada nuevo reducto. Vestido, calzado, expresión, reducidas al mínimo imprescindible de la comunicación icónica, confunden en su extensión al observador. Entre los adolescentes de una isla caribeña, un suburbio anglosajón, o los arrabales de una ciudad en guerra, los signos externos, los modos de comportamiento son idénticos. Al menos en la apariencia, que siempre traduce identidades e identificaciones más profundas. ¿En qué medida estamos dispuestos a la existencia de un doble discurso, el de la globalidad de una parte, y el de la singularidad cantonal de otro? Porque la cantonalidad existe, como extremo opuesto, o yuxtapuesto que es novedad, a la globalidad. Cantonalidad como licencia a la lingüística local, tan confusa. Esto es, de cantó, esquina a la que suelen asomarse, como mucho, los más atrevidos de nuestros prohombres y promujeres, ilustrados o no. La instantaneidad de las informaciones se une a la ya experimentada razón económica, la que hace temblar los poderes de un lado a otro de un mundo cada vez más reducido... y a la vez diverso. El asombro de la cantidad informativa, la variedad instantánea, repito, de la información, requiere el manto protector de lo inmediato, aunque esta inmediatez sea, también mediática. Existe lo que se ve, se oye, y en menor medida, se lee. Lo demás se abandona, por saturación, olvido, o deseo de los emisores de los mensajes. Así es como deviene posible la compatibilidad de lo global con lo cantonal. Compatibilidad fáctica, pero al cabo un hecho del que todos somos víctimas y victimarios. El refugio de las gentes, ante el alud, no es otro que reencontrarse en las esquinas, en la búsqueda de los pequeños signos que las diferencien de una globalidad abrumadora. Eche el lector o lectora en suerte sus experiencias más recientes. Aceptados el euro, los tipos de interés y sus sacudidas en el Extremo Oriente, los teatros de operaciones militares de escala regional, los escándalos eróticos, políticos o económicos de nuestro país o de cualquier otro, ¿qué nos queda? Nuestra esquina. Tratar de encontrar los referentes universales en la medianía cotidiana de la esquina. Ya se trate de señas de identidad -compatibles con las universidades, por supuesto-, ya de los escándalos mediocres de falda, bragueta, dinero, o poder. Banderas, himnos, moneda y fuerza, al amparo de la biodiversidad controlada. Bajo el himno, el águila y el signo de la universalidad. Eso sí, los canarios cada uno en su ramilla, cantando fuerte en casa, y quedo fuera. Signo de los tiempos, la globalidad es compatible con el cantonalismo, a modo de alivio de tan aplastante presencia de un universal sesgado, unilateral. No es, desde luego, la propuesta que se desprende de la vieja razón. El discurso de la globalidad debería ir acompañado de la singularidad, de la exigencia de libertad, y no del recorte cantonal. Tiempo habrá de volver sobre ello desde una perspectiva que a la lucidez agregue oportunidad.
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