Autorretrato de Jordi PujolJOSEP RAMONEDA
Diríase que el retrato de Pujol esconde pocos secretos. Sus aduladores y sus detractores han coincidido al dibujar sus rasgos. Lo que les separa son las percepciones. Donde unos ven signos de un personaje de la historia, fruto de la coincidencia excepcional entre un hombre y un país, otros perciben un político pragmático lastrado por una visión provinciana del mundo; donde unos aprecian los atributos de una autoridad, intemperante a veces, pero incontestable, otros perciben los tics del jefe de un clan clientelar. Los partidarios más fieles y los adversarios más iracundos han contribuido por igual a la imagen de Pujol, convertido por la fuerza de los años, de los amores y de los odios en un padre gruñón que ya forma parte del paisaje natural de Cataluña. Tanta unanimidad siembra una duda: ¿qué queda en la recámara de este personaje? El pasado jueves EL PAÍS publicaba en las páginas del Quadern una excelente entrevista de Valentí Puig a Jordi Pujol. Puig le saca del discurso de coyuntura política y consigue arrancar un autorretrato impresionista del trasfondo de este príncipe que no se recata de jugar a intelectual orgánico de la nación. Un retrato en el que destacan un criterio estético: la épica; un criterio cultural: el orden; un criterio moral: la responsabilidad, y un criterio político: el compromiso. La épica como criterio estético. Ni la tradición vanguardista, que respira frivolidad y formalismo, ni el eclecticismo posmoderno. El criterio desde el que Pujol pasa revista a la literatura catalana es la épica entendida como expresión de la fuerza, del alma de un pueblo. La épica como literatura de fundamentos que arma un país. Cataluña tendría un déficit de épica, cosa que no puede sorprender en un país dado a mirar poco a los cielos. Pero la épica es la prueba de la voluntad de una nación. Y Pujol la echa en falta. Verdaguer, Guimerà y Maragall la tienen, según el presidente. Pero después se pierde, aunque el noucentisme introdujera un "espíritu de ambición" positivo. La épica como expresión del orgullo nacional. Difícil lo tiene el presidente, en tiempos en que los nacionalismos operan como refugio de los miedos que las grandes mutaciones provocan, más que como motores catalizadores de ambiciones. Pero el gusto por la épica dice mucho de la idea de Cataluña que yace en los sueños del presidente. La épica es aquí un bucle melancólico. Naturalmente, si falta épica sobra ironía. Una característica muy catalana, según Pujol. Es decir, tenemos que tomarnos mucho más en serio. De ahí la apelación de Pujol al compromiso. Quien expresa una idea tiene que estar dispuesto a poner alguna cosa en juego. La propia vida, dice Pujol. Aunque consciente de que vivimos tiempos poco dados a las heroicidades, se daría por satisfecho con la consecuencia y la responsabilidad moral. Péguy le sirve un ejemplo de tronío: Juana de Arco. Porque es con gentes de ideas y de convicciones como un país es capaz de alimentar sus mitos y mantener sus objetivos. Los pueblos, las familias, viven de mitos. Pujol lleva razón. De algún modo hay que mantener la ilusión de vivir. Sólo que la modernidad, en su empeño por desencantar el mundo, nos ha dejado desamparados, entre la creencia y el cinismo. Puestos a reconstruir la mitología, empecemos por lo más alto. Y Cataluña se hace mito. En su permanente ir y venir de lo pragmático a lo inefable, Pujol cita a Prat: "Escolteu, Catalunya serà cristiana, serà atea, serà anarquista, modernista, de dretes, noucentista, tan li fa, perquè l"important és que sigui Catalunya". ¿Qué puede ser Cataluña sino lo que sean y hagan sus gentes? Esta extraña entelequia que está por encima de las personas y de las cosas nos desliza por la pendiente del nacionalismo esencialista. ¿Acaso Cataluña puede tener otro sentido que el que le otorgan las personas? Cataluña como realidad trascendental. Una fantasía que se corresponde perfectamente con el consejo que dio Pujol el viernes en TV-3: tenemos que amar la lengua catalán. El amor es de personas. Una lengua es un instrumento, un instrumento de comunicación que en parte nos constituye y a través del cual tenemos relación social. ¿Es amor lo que nos implica con una lengua o es más bien fetichismo? El ideal de la Cataluña de Pujol se vislumbra a partir de 1898: una Cataluña "pulida, limpia, europea y civilizada". Todo se vino abajo con la guerra civil. Orden, compromiso, responsabilidad es lo que necesitamos para revitalizar esta entelequia colectiva, que según parece está por encima de los modos de hablar, de desear o de trabajar de los ciudadanos que la componen. Pujol utiliza una imagen de Vicens Vives para explicar la complejidad de un país: un montón de cartas dispersas y desordenadas. Hay que encontrar una aguja que pueda agujerear las cartas por un lugar en el que coincidan todas ellas. ¿Es este punto la realidad superior llamada Cataluña? ¿O podemos aceptar que Cataluña no es más que la diversidad de las combinaciones que las cartas expresan en cada momento? ¿Hay que entender que sólo unas combinaciones determinadas permiten hablar de Cataluña, de modo que en el momento en que aparezca una combinación distinta Cataluña habrá dejado de ser? En cualquier caso, sólo será o habrá sido lo que sean las gentes que la habitan, las huellas que hayan ido dejando a lo largo del tiempo histórico. Probablemente el tema fundamental de la entrevista es la cuestión de la responsabilidad. Pujol lleva razón: es una palabra que hay que recuperar para el lenguaje político. Los de la generación del 68 tenemos buena parte de responsabilidad por habernos dejado arrastrar por la tentación de la inocencia, por la frívola creencia de que el hombre es bueno por naturaleza y de que todo era posible. Pero antes el totalitarismo se había cargado toda idea de responsabilidad por la sumisión ciega a las leyes de la historia o de la naturaleza y después, durante el sarampión de los ochenta, la reducción de los valores al interés económico ha supeditado toda noción moral a criterios de contabilidad. Salvo que alguien esté dispuesto a explicarnos que la competitividad es un valor moral. Su defensa de la responsabilidad le hace decir a Pujol que la moral es necesaria. ¿En qué piensa: en una moral colectiva o en la diversidad que deriva de la pluralidad de opciones morales? Volverán los valores tradicionales, dice. ¿Qué valores tradicionales? Si Pujol piensa en los valores familiares y orgánicos de la tradición cristiana, me parece improbable. Basta ver cómo en los propios países católicos cada vez es menor la autoridad y la influencia de la Iglesia. No creo que la última ocurrencia del Papa -hay que santificar las fiestas y no dedicar los domingos al fútbol- vacíe los estadios. El propio partido de Pujol acaba de aprobar en el Parlament la legalización de las parejas de hecho, ¿hemos de entender que a través de ellas se espera recuperar los valores familiares perdidos? Todo es susceptible de ser recuperado. Pujol habla de humanismo, pero el humanismo significa simplemente, como él mismo dice, poner al hombre en el centro de las cosas, como valor principal. A partir de aquí, cabe casi todo. Pujol reclama ideas fuertes que articulen la actividad política. Pujol está muy lejos de la tradición liberal, aunque su política económica sea perfectamente ortodoxa. Ha creído siempre en la acción pública. Lo cual puede tener que ver con sus repetidos éxitos electorales: lo mínimo que se puede pedir a un político es que crea en lo que hace. ¿Qué confianza pueden generar los políticos que están siempre repudiando el Estado que quieren dirigir? ¿Por qué no se quedaron entonces en la sociedad civil de sus melancolías? Pujol no sólo cree en la acción pública, sino que desconfía de la sociedad civil. Por eso razona siempre en términos de liderazgo social. Y sin embargo, su discurso choca con el carácter a veces tan pedestre de su política de cada día. Mientras la mano derecha construye mitología colectiva y habla de proyectos de país, la mano izquierda está metida en el fango de la más indisimulada política de intereses. La responsabilidad en la tradición ilustrada tiene un significado preciso: que cada cual sea capaz de decidir por sí mismo. La responsabilidad es lo que distingue al ciudadano del simple individuo. Pujol hace bien en convocarla. Pero la apelación a la responsabilidad no debe confundirse con recrear mitos y refugios para que la ciudadanía soporte con resignación un tiempo lleno de miedos por el carácter fatalista con que se asumen los grandes cambios. La apología de la responsabilidad lleva implícita la defensa de la política. Se exige responsabilidad a los ciudadanos en un momento en que los gobernantes están haciendo constantes cesiones de responsabilidad. Pujol echa de menos una categoría política que no está de moda: el bien común. ¿Quién defiende el bien común de los ciudadanos en el proceso de globalización? De Juana de Arco a Prat de la Riba, de Vicens Vives a Tony Blair, del nacionalismo pragmático al europeísmo utópico, de la épica al personalismo, el autorretrato de Pujol da una suma de rasgos a veces inconexos dibujados sobre un fondo de comunitarismo conservador. Es un "milhomes", escribió Josep Pla, en un recurso a la ironía que es una capacidad de distanciamiento de la que creo que Cataluña va escasa y que siempre ha sido ajena al discurso de Pujol.
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