Defensa del Levante
Como los malagueños a su terral, los gaditanos debemos aprender a estimar e incluso a vender bien nuestro viento de Levante, que tantas horas al año nos visita. Encajonado y encauzado por el pasillo del Estrecho, el señor Eolo se abalanza sobre la costa atlántica, como un amante sediento sobre las suaves curvas femeninas de dunas, calas y arenales, hasta que lo frena el Guadalquivir. Porque ese galope no llega a Huelva ni a Sevilla, donde acostumbra a transformarse en una calor de verdadera hornalla. Ya he escrito alguna vez que, por lo menos desde los griegos y los viejos libros sagrados, el viento es padre de verdades y leyendas pero que nuestro Levante no ha tenido aún su Homero ni su Lorca; a Alberti, si acaso, le ha soplado alguna página airosa. Poco. Mucho mayor papel literario jugaron los vientos italianos de Toscana en la prosa de Curzio Malaparte o en la Rihla del tangerino Ibn Battuta, el Marco Polo de los árabes, donde leemos cómo un simún atrapó a una gran caravana días y días, hasta hacer pagar una fortuna en monedas de oro por un vaso de agua a un ricachón, que igualmente pereció de sed al persistir el huracán de arena, así como murió quien le vendió su agua. O, ya en el campo de la leyenda, tenemos a ese viento portugués que preña a ciertas yeguas, madres luego de los potros más veloces. Pero, en cuanto al Levante, ni el hecho de saltar en un tramo muy corto del Mediterráneo al Atlántico, ni su doble carácter de viento europeo y africano han logrado dotarlo de una literatura consecuente con su importancia. Y claro que tiene importancia. Hay quienes se molestan o se alteran con él, pero también quienes casi lo agradecen. Un agradecimiento bastante explicable ya que, por ejemplo, la alta humedad media que registra la capital gaditana y de todo su litoral nos tendría con verdín hasta en las pestañas si la seca y enérgica toalla del Levante no pusiera en marcha periódicamente sus eficaces secados, de los que no hay humedad que se escape. Los renegones y enemigos del Levante se olvidan de que él es el principal autor de los largos y anchos playeríos de arenas doradas que enriquecen el litoral gaditano, que tirando al Este ya no existen y que, algo más acá de Tarifa, permiten la existencia de una verdadera reina europea de las dunas, una Marylin de su género. La rentable y prestigiosa movida de los amantes del windsurf y otros deportes marinos de nuevo cuño, es favorecida allí por ese viento. Y terapéuticamente, puedo hablar de que, sin proponérmelo, me deshice de una verruguilla facial peligrosa sólo por haberla expuesto unas cuantas horas en dos tardes, cara al suelo, al minúsculo y arenoso bombardeo de una levantera sobre la playa de Barbate. Así pues, vituperar al Levante viene a ser algo tan inútil como torpe; mejor quedarnos con cuanto de bueno puede aportar y desde luego nos aporta.
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