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La ciudad de los milenios

¿Qué pensarían ustedes si el señor Álvarez Cascos organizase en Asturias un encuentro internacional sobre la elegancia y las buenas maneras en el ejercicio de la actividad política? ¿O si el presidente Aznar patrocinase un encuentro europeo acerca de la necesidad del carisma en el liderazgo? Pues primero que se quedarían de piedra, antes de soltar la carcajada, y después que tendrían que leer un par de veces una convocatoria de esa clase para persuadirse de que semejante broma se la toman muy en serio los invitados extranjeros. Es exactamente lo que ocurre con nuestra alcaldesa, Rita Barberá, que a través de su tercer milenio no se le ocurre cosa mejor que organizar para este fin de semana un encuentro de mucho bombo nada menos que sobre la arquitectura y las ciudades en el siglo XXI, con la participación de numerosos, y prestigiosos, expertos internacionales en la materia. No siendo seguro que tan ilustres invitados asesoren, entre sesión y sesión, a nuestra alcaldesa sobre la mejor manera de liquidar de una vez por todas la ciudad cuyo Ayuntamiento preside, tal vez corra nuestra intrépida Rita serio peligro de ser severamente amonestada por sus notables invitados a poco que un paseo por nuestras calles les lleve a salirse del guión previamente establecido. Esta broma macabra, que viene a ser algo así como mentar la soga en casa del ahorcado, ¿a quién diablos se le ocurre? ¿Para qué se considera que habrá de servir semejante alboroto? ¿Quién corre con los gastos y a santo de qué gaitas? Con lo que cueste este feliz encuentro, ¿no bastaría para adecentar un par de calles de Natzaret o Ciutat Vella, o para que servicios sociales pudiera atender como se merecen a los ciudadanos del barrio de La Coma? En cualquier caso, no cabe duda alguna de que invitar a un batallón de expertos mundiales en arquitectura y urbanismo a debatir sobre el problema de las ciudades en lo que queda de una ciudad como la nuestra no es más que una imprudencia notable, si es que entre sus propósitos no figura, encima, el recochineo. Un recochineo que, por lo demás, parece confirmarse mediante una simple ojeada a la amplia lista de invitados: apenas tres o cuatro españoles, de los que sólo uno -y de qué manera- ejerce su profesión en Valencia. Ojos que no ven, arquitectos que no sienten. ¿Saben los invitados foráneos que sus sabios consejos jamás serán tenidos en cuenta por la alcaldesa que los acoge? Todo este escarnio podría tener cierta utilidad si el señor Foster, que hablará sobre la arquitectura como arte, confesase su repugnancia hacia ese pontón propio de zapadores, de origen provisional y ya eterno, que media entre los airosos puentes de Calatrava y del Mar, o si el señor Haas, experto en arquitectura ecológica, pronunciara unas palabritas sobre la necesidad de preservar el territorio comanche de La Punta. Tampoco estaría de más que Hasegawa dijese que no es de recibo obligar a cerrar el muro exterior de un museo con una verjita jardinera, que el señor Clément hiciera honor a su apellido lamentando las horribles construcciones que rodean a la horrible Ciudad de las Artes, o que mister Davey subrayara que los negocios portuarios no son pretexto suficiente para arruinar también las playas. Pero como ni siquiera Álvaro Gómez Ferrer tendrá nada que decir sobre la conservación del Botánico, lo mejor será tomarse todo esto a beneficio de... ¿A beneficio de qué exactamente?

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