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Escenas de Palestina

Recientemente he realizado dos viajes a Jerusalén y a Cisjordania, donde he estado rodando una película para la BBC. La película se ha hecho con motivo del 50 aniversario de Israel, que analizo desde un punto de vista personal y, evidentemente, palestino. Para el rodaje en Palestina contamos con un equipo excelente: un director inglés, una joven angloindia (que fue la primera que tuvo la idea de ponerse en contacto conmigo para hacer la película), un cámara palestino y un técnico de sonido israelí.La experiencia de recorrer Palestina y grabar lo que vi ha sido tan intensa que me ha parecido que merecía la pena reflejar algo de ella en estas líneas. También me gustaría decir que la colaboración y la ayuda del director y el equipo fueron inmensas. Al ingeniero de sonido israelí, que trabaja para la BBC en Jerusalén, el hablar con palestinos y con unos cuantos israelíes también le pareció muy gratificante y, dada su convencional educación sionista (es liberal, en absoluto un sionista dogmático), instructiva y un auténtico desafío a las opiniones largo tiempo mantenidas y no reflexionadas sobre la historia de Israel. Es difícil volver a ser israelí, dijo al final del rodaje.

Dos impresiones totalmente contradictorias superan todas las demás. En primer lugar, que Palestina y los palestinos permanecen, a pesar de los esfuerzos coordinados de Israel desde el primer momento para deshacerse de ellos o para reducirlos hasta el punto de anularlos. En este sentido, afirmo rotundamente que hemos demostrado la absoluta locura de la política de Israel. No es posible escapar al hecho de que como idea, como recuerdo y, a menudo, como realidad enterrada o invisible, Palestina y su pueblo no han desaparecido. Independientemente de la sostenida e intacta hostilidad del poder establecido sionista hacia todo lo que Palestina representa, el mero hecho de nuestra existencia ha frustrado, cuando no derrotado, el intento israelí de deshacerse completamente de nosotros. Cuanto más se envuelve Israel en su exclusividad y xenofobia hacia los árabes, más ayuda a éstos a mantenerse, a luchar contra las injusticias y contra las medidas crueles.

Esto es especialmente cierto en el caso de los palestinos israelíes, cuyo principal representante en la Kneset es el notable Azmi Bishara: le entrevisté en profundidad para la película y me impresionó el valor y la inteligencia de su postura, que es un estímulo para una nueva generación de jóvenes palestinos, a quienes también entrevisté. Para ellos, como para un número cada vez mayor de israelíes (con el profesor Israel Shahak al frente) la batalla real es por la igualdad y por los derechos de ciudadanía, dado que Israel es explícitamente un Estado para judíos y no para sus ciudadanos no judíos. Por consiguiente, en contra de su intención puesta de manifiesto y en práctica, Israel ha fortalecido la presencia palestina, incluso entre los ciudadanos judíos israelíes, que han perdido la paciencia con esa política infinitamente miope de intentar aplastar y excluir a los palestinos. Dondequiera que uno vaya, allí estamos, a menudo sólo como humildes y silenciosos trabajadores y dóciles camareros, cocineros de restaurantes y cosas por el estilo, pero, también a menudo, como un gran número de personas -por ejemplo en Hebrón- que no cejan en su resistencia a la intromisión de los israelíes en su vida. La segunda impresión fundamental es que, minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día, estamos perdiendo cada vez más territorio palestino a favor de los israelíes. No había una carretera, una autopista de circunvalación o un pequeño pueblo por el que pasáramos que no fuera testigo de la tragedia diaria de territorios expropiados, campos excavados, árboles, plantas y cosechas arrancadas, y casas destruidas, mientras los propietarios palestinos seguían allí, incapaces de hacer gran cosa para detener el ataque, sin la ayuda de la Autoridad de Arafat, abandonados por los palestinos más afortunados. Es importante no subestimar el daño que se está haciendo, la consiguiente violencia contra nuestra vida, las distorsiones y la miseria resultantes. No hay nada parecido a la sensación de dolorosa impotencia que uno siente cuando escucha a un joven que ha pasado 15 años trabajando como empleado ilegal en Israel con el fin de ahorrar dinero para construir una pequeña casa para su familia, para descubrir un día, al volver del trabajo, que esa casa ha sido reducida a un montón de escombros, aplastada por una excavadora israelí con todo lo que había en su interior. Cuando preguntas por qué se ha hecho esto -después de todo, la tierra era suya-, uno recibe como respuesta que no ha habido aviso alguno, únicamente un papel que le dio al día siguiente un soldado israelí diciéndole que había levantado los cimientos sin licencia. ¿En qué lugar del mundo, excepto los que están bajo la autoridad israelí, se exige a la gente que tenga una licencia (que siempre le es denegada) para poder construir en su propiedad? Los judíos pueden construir, pero nunca los palestinos. Es un apartheid racista en su forma más pura.

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Una vez, me detuve en la carretera principal de Jerusalén a Hebrón para filmar a una excavadora israelí rodeada y protegida por soldados que se abría camino a través de un terreno fértil junto a la carretera. A unos cien metros de distancia había cuatro hombres palestinos, con aspecto miserable e irritado. Era su tierra, me dijeron, que llevaban trabajando durante generaciones, y que estaba siendo destruida con el pretexto de que hacía falta para ensanchar una ya ancha carretera construida para los asentamientos. ¿Por qué necesitan una carretera de 120 metros de anchura? ¿Por qué no dejan que siga cultivando mi tierra?, preguntaba uno de ellos lastimeramente. ¿Cómo voy a alimentar a mis hijos? Pregunté a los hombres si habían recibido algún aviso de que se iba a hacer esto. No, contestaron, nos hemos enterado hoy mismo y, cuando llegamos aquí, ya era demasiado tarde. ¿Y qué pasa con la Autoridad Palestina?, les pregunté. ¿Les ha ayudado? Por supuesto que no, fue la respuesta. Nunca están aquí cuando les necesitamos. Me dirigí a los soldados israelíes, que al principio se negaron a hablar conmigo en presencia de las cámaras y los micrófonos. Pero seguí insistiendo y tuve la suerte de dar con uno que parecía claramente molesto por todo el asunto, aunque dijo que se limitaba a cumplir órdenes. Le pregunté: "Pero, ¿no ven lo injusto que es quitar la tierra a unos agricultores que no pueden defenderse?". Y me respondió: "En realidad, no es su tierra. Pertenece al Estado de Israel". Recuerdo que le dije que hace 60 años se utilizaron los mismos argumentos contra los judíos en Alemania y que ahora los judíos los utilizaban aquí contra sus víctimas, los palestinos. Se marchó sin querer responder.

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Y ésa es la situación, en todos los territorios y en Jerusalén, de los palestinos incapaces de ayudarse entre sí. Di una conferencia en la Universidad de Belén, en la que hablé del continuo despojamiento que se está produciendo y me pregunté por qué esos 50.000 empleados de seguridad de la Autoridad Palestina, más los miles que hay sentados detrás de un mostrador, pasando papeles de una lado a otro de la mesa y cobrando bonitos cheques a final del mes, no estaban allí, sobre el terreno, ayudando a impedir las expropiaciones, ayudando a la gente a la que le estaban arrebatando su sustento ante sus propios ojos. Me pregunté: ¿Por qué no salen al campo los habitantes de esos pueblos y simplemente se ponen delante de las excavadoras y por qué todos nuestros grandes líderes no ofrecen apoyo y ayuda moral a la pobre gente que está perdiendo la batalla? Una noche volvía después de estar rodando todo el día y descubrí que el restaurante del hotel patrocinaba una cena del Día de San Valentín a 6.000 pesetas (sí, 6.000 pesetas) el cubierto. Me dijeron que, como no tenía reserva, no me podían servir, pero insistí en que, como huésped del hotel, tenía derecho al menos a un bocadillo o a algo igualmente sencillo. Me mostraron una mesa que había en un rincón y me sirvieron debidamente un plato de arroz con verduras. Poco después vi a un ministro palestino entrar en el salón con siete invitados y sentarse en una llamativa mesa abarrotada con el menú de siete platos del festejo, además de vino y bebidas para todos. Me dio tanto asco la visión de aquel hombre enorme, gordo y sonriente que pasó tanto tiempo negociando con los países que nos dan fondos y con los israelíes, comiendo felizmente mientras su pueblo perdía su sustento a unos metros de distancia, que salí del salón disgustado y avergonzado. Había llegado en un Mercedes gigantesco, y sus guardaespaldas y su chófer -tres de ellos- estaban sentados en el vestíbulo del hotel comiendo plátanos, mientras su gran líder se atiborraba en el interior. Ésta es una razón de que, por dondequiera que fuese, con quienquiera que hablase, cualquiera que fuese la pregunta, nunca oyera una buena palabra sobre la Autoridad Palestina ni sobre sus funcionarios. Se tiene básicamente la impresión de que garantiza la seguridad a Israel y a sus colonos, que les proporciona protección, y no que se trata de un organismo gubernamental legítimo, comprometido o útil para su propio pueblo. El que, al mismo tiempo, tantos líderes de este tipo consideren oportuno construir villas enormemente ostentosas en un periodo de una penuria y una miseria tan extendidas le deja a uno bastante perplejo. Si hay algo que la dirección palestina deba hacer ahora es dar muestras de servicio y de sacrificio, precisamente esas dos cosas de las que tanto escasea la Autoridad. Lo que me pareció asombroso fue la falta de preocupación, es decir, la sensación de que todos los palestinos están solos en su miseria, sin que a nadie le preocupe ofrecerles comida, mantas o una palabra amable. Verdaderamente, uno siente que los palestinos son un pueblo huérfano.

Jerusalén resulta abrumadora en su constante e implacable judaización. La pequeña y compacta ciudad en la que crecí hace más de 50 años se ha convertido en una metrópoli enormemente extendida, rodeada por el norte, el sur, el este y el oeste por inmensos proyectos de construcción que dan testimonio del poder israelí y de su capacidad, descontrolada, para cambiar el carácter de Jerusalén. En este sentido, también se aprecia una sensación manifiesta de impotencia palestina, como si la batalla hubiera terminado y el futuro estuviera decidido. La mayoría de la gente con la que hablé decía que, después del episodio del túnel del pasado septiembre, ya no tenía la necesidad de manifestarse contra las prácticas israelíes, ni de exponerse a más sacrificios. Al fin y al cabo, me dijo uno de ellos, asesinaron a 60 de los nuestros y, a pesar de todo, el túnel siguió abierto y Arafat se fue a Washington, aunque había dicho que no se reuniría con Netanyahu a no ser que cerrasen el túnel. ¿Para qué vamos a luchar ahora? No es sólo la dirección palestina lo que ha fracasado en Jerusalén: también son los árabes, los Estados islámicos y el mismo cristianismo, que se resignan ante la agresión israelí. Pocos palestinos de Gaza o Cisjordania (es decir, de ciudades como Ramalla, Hebrón, Belén, Jenine y Nablús) pueden entrar en Jerusalén, que está acordonada por soldados israelíes. De nuevo, el apartheid.

En la parte israelí, la situación no es tan deprimente como cabría esperar. Hice una larga entrevista al profesor Ilan Pappe, de la Universidad de Haifa. Es uno de los nuevos historiadores israelíes cuyo trabajo, en 1948, desafió la ortodoxia sionista sobre el problema de los refugiados y sobre el papel de Ben Gurión en la expulsión de los palestinos. Por supuesto, con respecto a esta cuestión, los nuevos historiadores han confirmado lo que los historiadores palestinos y los testigos han dicho todo el tiempo: que tuvo lugar una campaña militar deliberada para librar al país de tantos árabes como fuera posible. Pero lo que Pappe dijo, además, es que está muy solicitado para dar conferencias en institutos de todo Israel, aunque el último libro de texto para clases de Historia de Israel simplemente no menciona en absoluto a los palestinos. Esta ceguera que coexiste con una nueva apertura con respecto al pasado caracteriza el ánimo actual, pero merece nuestra atención como contradicción que debe ser sometida a mayor profundización y análisis.

Pasé un día rodando en Hebrón, que me impresionó por encarnar los peores aspectos de los acuerdos de Oslo. Un pequeño puñado de colonos, de no más de 200 personas, controla prácticamente el corazón de una ciudad árabe cuya población de más de 100.000 habitantes está relegada a los márgenes, incapaz de visitar el centro de la ciudad y constantemente amenazada tanto por los militantes como por los soldados. Visité la casa de un palestino en el viejo barrio otomano. Ahora está rodeado de bastiones de colonos, entre ellos tres nuevos edificios que han sido levantados a su alrededor, más tres enormes depósitos de agua que roban la mayor parte del agua de la ciudad para los colonos, y varios puestos de soldados en los tejados. Estaba muy enojado por la disposición de la dirección palestina a aceptar la división de la ciudad con la excusa enteramente engañosa de que, en su día, contuvo 14 edificios judíos que se remontaban a los tiempos del Antiguo Testamento, pero que ya no se ven. ¿Cómo es que estos negociadores palestinos aceptaron una distorsión tan grotesca de la realidad?, me preguntó enfadado. Sobre todo cuando, en el momento de las negociaciones, ninguno de ellos había puesto el pie en Hebrón Al día siguiente de mi llegada a Hebrón fueron asesinados en la barricada por soldados israelíes tres jóvenes y muchos más fueron heridos en la lucha que siguió a continuación. Hebrón y Jerusalén son victorias para el extremismo israelí, no para la coexistencia, ni para ninguna clase de futuro esperanzador.

Puede que el punto sobresaliente más inesperado de las experiencias con los israelíes fuese una entrevista que hice a Daniel Barenboim, el brillante director de orquesta y pianista, que estaba en Jerusalén para dar un recital los mismos días que yo hacía la película. Nacido y criado en Argentina, Barenboim llegó a Israel en 1950 a los nueve años, vivió allí unos ocho y ha dirigido la Ópera Estatal de Berlín y la Orquesta Sinfónica de Chicago -dos de las instituciones musicales más importantes del mundo- en los últimos 10 años. También debería decir que, en los últimos años, nos hemos hecho buenos amigos. Fue muy sincero en la entrevista y lamentó que 50 años de Israel también fueran el motivo de 50 años de sufrimiento del pueblo palestino. Durante la conversación, defendió abiertamente un Estado palestino y, después de su recital ante un nutrido público en Jerusalén, dedicó su primer bis a la mujer palestina -presente en el recital- que le había invitado a cenar la noche anterior. Me sorprendió que todo el público de judíos israelíes (ella y yo éramos los únicos palestinos presentes) recibieran sus opiniones y la noble dedicatoria con un aplauso entusiasta. Está claro que está empezando a surgir un nuevo electorado con conciencia, en parte como consecuencia de los excesos de Netanyahu y en parte como consecuencia de la resistencia palestina. Lo que me pareció extremadamente alentador es que Barenboim, uno de los músicos más importantes del mundo, ofreciese sus servicios como pianista al público palestino, un gesto de reconciliación que verdaderamente vale más que docenas de acuerdos de Oslo.

Así, pues, pongo fin a estas breves escenas de la vida palestina de hoy. Lamento no haber pasado algún tiempo entre refugiados de Líbano y Siria y también lamento no tener muchas horas de película a mi disposición. Pero, en este momento, parece importante que demos testimonio de la resistencia y de la constante fuerza de la causa palestina que claramente ha influido en más personas en Israel y en otros lugares de lo que habíamos supuesto hasta ahora. A pesar del pesimismo del momento actual, hay rayos de esperanza que indican que puede que el futuro no sea tan malo como muchos de nosotros suponíamos.

Edward Said es ensayista palestino y profesor de la Universidad de Columbia.

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