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Tribuna
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Alemania sobre todo

Finalizada la liguilla de apertura del Mundial de Francia, estamos en condiciones de compartir las algunas conclusiones provisionales.Así, si ustedes quieren rememorar los mejores equipos de barrio de la posguerra mundial sólo tendrán que observar a Yugoslavia y Croacia. Sus figuras están unidas por la cualidad que tantas broncas nos costó durante la niñez: ahí nadie devuelve un balón como no sea por exigencias del traumatólogo.

Si prefieren disfrutar de una escuela mestiza, mitad gaucha, mitad europea, miren atentamente a la selección argentina; Burrito y compañía han emprendido un viaje para el que sí hacen falta alforjas. Si prefieren evocar a Van Basten, no olviden a la Holanda de Bergkamp: por algún misterio de la genética, los chicos de Guus Hiddink vuelven a practicar el fútbol total y se parecen sospechosamente a los de Rinus Michels. Si pretenden descubrir la conexión oculta entre la ansiedad y el ritmo, sigan a Inglaterra. Si quieren reconciliarse con la prestancia francesa, no pierdan de vista a Zidane. Si soportan bien los chirridos metálicos, vean, en fin, como Roberto Baggio se desvive para engrasar la cerrajería italiana.

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Un choque contra los tópicos

Pero si ustedes creen oír un cargante zumbido de dinamo junto al televisor, sólo pueden estar ante dos supuestos: o el vecino ha instalado a traición un acondicionador de aire o está jugando Alemania. El primer caso tiene una solución dudosa y puede comprometer seriamente la convivencia de la comunidad; el segundo es tan irremediable como la desaparición de los dinosaurios. Por fortuna para el fútbol y para el mercado de analgésicos, cada Uwe Seeler tiene su clónico en las sucesivas alemanias: un día se llama Torpedo Müller, al siguiente Horst Hrubesh, luego Karl Heinz Rummenige y más tarde Jürgen Klinsmann. ¿Que si la pesadilla ha terminado? No. Después de recibir un baño de acero inoxidable, el monstruo vuelve, alto y rubio como la cerveza, con el seudónimo de Bierhoff.

Esta máxima no sólo sirve para la estirpe de delanteros centro; en los otros puestos del equipo se repite el mismo desdoblamiento: detrás de un Schnellinger siempre aparecerá un Kaltz que, a través de las correspondientes mutaciones industriales, terminará llamándose Reuter. A la luz de los principios de la física moderna no hay una explicación definitiva al asunto y por ahora debemos resignarnos a la mera descripción del fenómeno: alguien reúne a once alemanes cualesquiera en el centro del campo, alguien silba por megafonía el himno nacional y, por la gloria de Brunilda, los once tipos se ponen a marcar el paso detrás del balón. Estas cavilaciones nos conducen inevitablemente al único pronóstico posibles desde Jules Rimet hasta hoy: si alguna conspiración de ronaldos no lo remedia, en Francia 98 el fútbol volverá a ser un juego de once contra once que, Mein Gott, terminarán ganando los alemanes.

¡Socorro, Brasil!

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