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Entrevista:

¿Un megapuerto para Madrid?

Tal como se plantea en la actualidad la competencia entre puertos, cada uno de ellos se ve forzado a sobredimensionarse, a crecer hasta tener una capacidad muy superior a la magnitud real de sus operaciones. El resultado inevitable de esta dinámica es que la capacidad sumada de los diversos puertos acabará superando en mucho al volumen del tráfico marítimo. Así se define un juego de suma negativa, de tal forma que las ciudades que pierdan en esa carrera de obstáculos pueden quedar gravemente hipotecados (La conclusión obvia es que, en materia de puertos, la planificación y la cooperación serían más razonables que la mera competencia. Pero dado que esta conclusión, estando el patio como está, puede sonar a subversiva, la dejemos de lado por ahora). En todo caso, en los argumentos favorables a la ZAL del puerto de Valencia que se están formulando últimamente, podría echarse en falta una evolución seria de las posibilidades de Valencia en dicha carrera competitiva. De momento, hay algunas cuentas de colores -orientales- y muchos cuentos de la lechera a 15 años vista. Sin embargo, parece que sería necesario bastante más que eso, dado que los costes sociales, culturales y ambientales de la destrucción de La Punta serían altísimos. El problema es que no cabe extrañarse de que la susodicha evaluación seria esté ausente: no hay ninguna forma de hacerla. Se trata de una apuesta, de algo más parecido al juego de la ruleta que al cálculo económico racional. La razón por la cual el altísimo riesgo asumido al hacer esa apuesta no parece turbar lo más mínimo a los promotores del megapuerto es que ellos no tienen nada que perder en el juego. Una vez urbanizables y urbanizadas las tierras de La Punta, si no les sirven para potenciar el transporte marítimo, les aprovecharán para otra cosa. Los perdedores serían tan sólo gentes sin importancia: los actuales residentes de la pedanía y el resto de ciudadanos y ciudadanas de Valencia. Esta dimensión especulativa, un tanto huidiza, contamina todos los factores que empujan al sobredimensionamiento. Es el caso, por poner sólo un ejemplo, de la idea de que nos conviene hacer en Valencia un megapuerto para Madrid. Es decir, un puerto muy superior en capacidad a las necesidades de la economía valenciana. Es una propuesta que, tal vez para seguir ofrendando nuevas glorias, parece entusiasmar a nuestras autoridades municipales y autonómicas. Para defenderla, se aviva incluso una vez más el fantasma anticatalán: ¡Se trata de ganar la carrera a Barcelona! ¿Pero de verdad se imagina alguien a Barcelona sacrificando una parte muy valiosa de su territorio para satisfacer las ocasionales demandas de Madrid? Basta de bromas, por favor. No hace falta ir tan lejos para comprender la verdadera naturaleza del asunto. En las mismas tierras valencianas hay buenos espejos en que mirarnos. Alicante fue una vez el puerto de Madrid. Hasta que, como consecuencia de un cambio en la lógica de los tráficos marítimos, que hoy son casi tan variables como los vientos, dejó de serlo. Para la ciudad hermana, que sí era marítima y portuaria, este hecho conllevó severos elementos de decadencia económica, compensados hasta cierto punto por el desarrollo de los servicios. Y dejó, entre otras herencias, visibles signos de resentimiento. Y no, por cierto, contra la veleidosa capital del reino de España, sino ¡exactamente! ¡contra el centralismo de Valencia! Una sintomática desviación en la que, dicho sea de paso, los desenfoques de la política autonómica han tenido algo que ver. Un ejemplo tan próximo debería servirnos de lección. Sacrificar la sostenibilidad de Valencia a la esperanza de convertirla en el megapuerto de Madrid comporta un riesgo doble. En primer lugar, el de que la esperanza se convierta directamente en fiasco si alguno de los competidores se lleva el gato al agua, lo que no deja de ser bastante probable. En segundo lugar, el de que el éxito, si eventualmente se obtiene, sea penosamente efímero; y dure sólo hasta que esté de moda, no un megapuerto, sino un puerto ultramegasuperplus (algo para lo que Valencia no tiene espacio suficiente ni para empezar...). En resumen: si les gusta jugar a la ruleta, que vayan al casino. Y, desde luego, que no se apuesten al todo o nada nuestro patrimonio histórico y nuestro futuro colectivo.

Ernest Garcia y Emèrit Bono son profesores de Sociología y Política Económica, respectivamente, de la Universidad de Valencia.

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