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Reportaje:EUSKAL HERRIA ESCONDIDA

La extravagancia del barón de L"Espée

La playa de Ilbarritz, en las afueras de la localidad vascofrancesa de Bidart, a cinco kilómetros de Biarritz, fue el lugar elegido por el barón Albert de L"Espée para sus delirios megalómanos: hoy es conocida por su campo de golf y como uno más de los ingredientes de la turística costa vascofrancesa, pero hace cien años, cuando llegó allí L"Espée, todavía no se adivinaba lo que iba a ser el turismo. Es más, las manías excéntricas y costosas del barón suenan increíbles ahora, cuando los multimillonarios optan por la discreción y el aislamiento en las islas de los mares del Sur. Sin embargo, entonces, en el cambio de siglo, no era extraño que un habitual de la Costa Azul se acercara repentinamente hasta las entonces tranquilas playas labortanas para levantar sobre una colina un palacio tan exagerado como atractivo. L"Espée llegó en 1894 con las cosas bien claras. "He conocido todos los lugares célebres del mundo, pero me he querido fijar en el más bello y por eso estoy aquí. La famosa bahía de Río es mezquina y secundaria ante la inmensa curva de este golfo. En lo que se refiere a Nápoles y su colina no es, comparada con la nuestra, más que un grabado de folleto". Así describía el barón el lugar al que fue a dar forma a sus sueños. Nada más llegar, se puso manos a la obra: la primera piedra se colocó en 1894 y las tareas, previstas para un cuatrienio, se terminaron en tres años gracias al trabajo ininterrumpido de 400 obreros a los que se les pagaba el doble para garantizar la calidad de su labor. Los campesinos de los alrededores, muchos de ellos enrolados en la locura del barón, debieron mirar con ojos asombrados cómo se iba levantando ese magnífico cubo de cuatro plantas al que seguirían hasta 14 edificaciones adyacentes, todas ellas unidas por senderos cubiertos para que los paseantes no se mojaran cuando llovía. Todo era pura desmesura: el habitáculo para sus perros de liebres, traídos expresamente desde Alemania; el lago, que fue alicatado para que se pudieran ver mejor las carpas; los múltiples macizos de flores, los arbustos y los árboles que salpicaban la finca... El tejado tenía cinco cubiertas superpuestas: en el nivel del desván, roble, zinc para evitar filtraciones de agua, placas de gres, amianto en previsión de incendios y tejas planas enganchadas a una red metálica para que no se las llevara el viento. En aquel momento, Bidart, Getaria o San Juan de Luz eran pequeños pueblos de pescadores y campesinos en una zona en que sólo destacaban para los primeros veraneantes las localidades de Biarritz o Hendaya: es difícil imaginar la hoy superpoblada costa vascofrancesa sin hoteles, restaurantes, chalets, urbanizaciones, campos de golf y todos esos ingredientes que hacen de ella una de las citas turísticas del país vecino. Hasta ese remanso de paz llegó el barón y con él vino el alboroto: no sólo la complejidad en la construcción de su palacio; también la presencia de maquinaria e instrumentos poco habituales por aquellos lugares: en todas las salas del palacio había luz de 220 voltios, posible gracias a la transformación que había hecho del antiguo molino de Borquedis, del siglo XVII, convertido por él en una central hidroeléctrica. Pero la joya indiscutible del castillo de Ilbarritz estaba ubicada en la gran sala de la primera planta, diseñada para acoger el principal capricho del barón: un magnífico órgano, similar al de Notre-Dame de París, construido por el célebre artesano Cavaillé-Coll y que sería admirado por el compositor Camile Saint-Saëns. En él, el barón, virtuoso, melómano y algo loco, interpretaba de memoria a Wagner, o cuando anochecía, con las ventanas abiertas al mar, competía con sus improvisaciones con el fragor de las olas del Atlántico. En el siglo XVIII, la creación del barón de L"Espée se hubiese insertado en una corriente de pensamiento influenciado al mismo tiempo por Italia y la lejana China. Se trataba de recrear en la Tierra el jardín del Edén, de reunir en los límites de un parque todo lo bello que habían creado la Naturaleza y la civilización humana: cascadas, desiertos, cuevas, lagos... combinados con altares druídicos, templos antiguos, ruinas góticas o pagodas. 150 años más tarde, L"Espée pretendió construir lo mismo sobre y en la playa de Ilbarritz, pero el clima de la costa no le permitió andarse con florituras y su construcción terminó siendo bastante más sólida y compacta que lo que había pretendido. En fin, el barón construyó definitivamente su caprichosa villa, junto al mar, con cueva incluida (la hizo excavar frente a la playa) hasta que un buen día se aburrió de su palacio y lo vendió en subasta por un precio irrisorio: el 10% de aquellos cinco millones de francos de oro (unos 120 millones de francos actuales, cerca de 3.000 millones de pesetas) que le había costado su fantasía. Cuatro años más tarde, en 1918 y tras ser descubierto en flagrante adulterio, falleció en un pequeño hotel de Antibes. Aunque el palacio del barón de L"Espée ya sólo conserva el sabor de sus esplendores pasados, Ilbarritz y en general la costa vascofrancesa ofrecen numerosos atractivos para completar la visita a lo que hoy aparece medio destartalado, cerrado a cal y canto y con un poco amistoso cartel que recomienda tener cuidado con los perros. El visitante puede comenzar su camino desde el casco histórico de Bidart. No muy lejos del centro del pueblo se encuentra la ermita de Sainte Madeleine, donde cuentan que en sus alrededores se enterraban a los arrantzales muertos en la pesca de la ballena y que no habían sido identificados. Regresando a Ilbarritz, el camino de la costa presenta otro atractivo palacio: es el château Les Alies de la princesa Natalia de Serbia, quien en 1891 se retiró en este lugar hasta el fin de sus días. Algo más adelante, junto al palacio del barón, se encuentra el edificio de la Roseraie, donde estuvo ubicado el hospital del Gobierno vasco en el exilio y que albergó a los refugiados convalecientes de la Guerra Civil. De esos años de aciago recuerdo son también los búnkers que jalonan el litoral vascofrancés construidos por los nazis para hacer frente al desembarco aliado. Los búnkers nazis: contrapunto chirriante a las melodías que desgranaba el barón desde su órgano y que afortunadamente no alcanzan ni de lejos a tapar el eco de aquellos sonidos megalómanos, pero inofensivos.

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