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Diez años sin TarradellasJOSEP M. BRICALL

1. La vida política catalana parece sufrir de indecisión. Tal situación suele crear las condiciones para sucumbir a las tentaciones de la facilidad; de las cuales, la más peligrosa sería renunciar de hecho a la práctica de una política de Estado en Cataluña, para alcanzar a cambio una identidad construida sobre signos y -acaso- nimiedades. Es un camino poco recomendable y seguramente el más directo para banalizar el nacionalismo catalán. La más elemental prudencia previene sobre las consecuencias de no utilizar debidamente el sector público y proyecta dudas sobre cualquier identidad preestablecida. Las pequeñas escaramuzas diarias y las rutinarias profesiones de fe nacionalista consiguen a lo sumo breves fases de autosatisfacción. En cambio, la preocupación por el autogobierno y por la eficacia de su ejercicio reduce a la nada las batallas de la facilidad y educa para el ejercicio de una vida política caracterizada por la normalidad. En 1975, las tentaciones que acecharon la política catalana fueron innumerables, y algunas, inconfesables. La más lamentable era que Cataluña -proclamada hasta la saciedad como nación- fuera en realidad tratada como una entidad más de la oposición, confundida entre partidos políticos y sindicatos. La presión de la facilidad y de alguna que otra ambición fue vencida por el riguroso planteamiento del presidente Tarradellas, que impuso el retorno de la Generalitat como expresión histórica de la representación de Cataluña. Para ello, antes y después, hubo de denunciar las maniobras que se proponían menospreciar las instituciones catalanas de Estado. Y siempre hubo de recordar los derechos conseguidos democráticamente en 1931. La acción de Tarradellas supuso algo más. Como Francia, durante la última guerra, también una parte de los ciudadanos tenían una historia de colaboración y de claudicaciones. La continuidad de la legítima representación de Cataluña mantuvo intacto el compromiso de Cataluña e hizo posible la reconciliación de sus ciudadanos en torno a la Generalitat. Su práctica de gobierno y sus manifestaciones, tras la elección del nuevo Parlamento, tenían una única preocupación: advertir sobre las consecuencias funestas de ceder con ligereza ante entusiasmos transitorios y alertar sobre las actuaciones y políticas que no aprovechaban las oportunidades de autogobierno de Cataluña o podían ahondar las divisiones en la sociedad catalana. A veces sus declaraciones podían parecer provocadoras, no rehuían el empleo del humor y revelaban hasta la escrupulosidad la dignidad que ejercía. Desde 1980 actuaron de contrapunto frente a una línea oficial poco respetuosa con una cierta idea de Cataluña que él profesaba y por la que Cataluña había combatido. 2. ¿Qué idea de Cataluña? Para su desarrollo, las sociedades modernas han necesitado -y siguen necesitando- del Estado tanto como del mercado. Los grandes equipamientos colectivos, la formación o la sanidad, las disposiciones reguladoras de la vida social y económica como la urbanización, el trabajo, los mercados, etcétera, son objeto de decisiones públicas. La indiferencia ante estas necesidades, la carencia de su cobertura, la forma defectuosa de proveerlas o la ineficacia en asegurar los correspondientes servicios inciden negativamente sobre la vida cotidiana de los ciudadanos, las acciones que emprender y su propia mentalidad. Por su parte, la atribución del poder político a todos los ciudadanos ha potenciado en los Estados la preocupación por su estabilidad y su conservación. Para hacerlo más fácil, los gobiernos se han propuesto -y siguen proponiéndose- la consecución de cierta homogeneidad cultural en la vida colectiva. Aunque por otras razones se han proseguido, pues, las prácticas uniformizadoras anteriores a la Revolución Francesa. Creo que la aparición y la posterior consolidación del nacionalismo catalán obedecen a la persistencia en España de una Administración indolente o ineficaz en la provisión de los servicios colectivos y en la formulación de los grandes problemas económicos, culturales y sociales de los ciudadanos de Cataluña. Paralelamente -y me atrevería a decir que seguramente como consecuencia de lo anterior- han fracasado aquí los sucesivos intentos de uniformización cultural perseguidos de manera más o menos brutal por la Administración. Añadamos a ello la existencia de la ciudad de Barcelona, demandante de necesidades colectivas inaplazables, a veces sin casi parangón con el resto del Estado, generadora siempre de los grandes problemas de la sociedad contemporánea en Europa y apta para alimentar dinámicas culturales propias. Una ojeada a la prensa de estos días me convence de que persisten gran parte de estas cuestiones. 3. Distintas líneas de conducta pueden intentarse desde Cataluña para responder a una realidad que, por un lado, manifiesta la insatisfacción ante la Administración (algo que no ocurrió más allá de los Pirineos) y, por otro, rechaza la imposición cultural homogeneizadora. Una primera actitud consiste en privilegiar la acción frente a la uniformización. Según ella, hay que destacar los aspectos propios del patrimonio cultural de Cataluña para así apresurarse a cerrar el paréntesis que se abrió con los últimos intentos de imposición. La prioridad de dicho objetivo sobre cualquier otro supone con frecuencia sacrificar el propio ejercicio de gobierno autónomo de Cataluña, que al someterse al propósito fundamental se ve reducido a fórmulas de apariencia y liturgia, tomando un carácter secundario y rutinario, es decir, provincial. Provincial porque las grandes cuestiones se plantean sobre todo en otras sedes y de acuerdo con sus procedimientos. Una segunda opción parte de supuestos diferentes. Lo fundamental estriba en el ejercicio de un poder político y la eficacia de una Administración apta para asegurar a los ciudadanos de Cataluña la capacidad para resolver sus problemas y controlar el tratamiento que reciben las preocupaciones de cada día. Se prevé que tal punto de partida hace posible que una sociedad plural, confiando en sus instituciones, sea capaz de crear su propia cultura, que en una parte continuará una tradición y en otra la rectificará. 4. Me parece que la segunda aproximación corresponde a la idea de Tarradellas. Creo, además, que enlaza con la línea prácticamente seguida por la Mancomunitat y por la Generalitat hasta la guerra civil. Durante la última dictadura, los legados y los logros de estas instituciones nutrían la creencia en nuestra aptitud para gobernarnos. Ahora -como antes- la acumulación de problemas del pasado exige elegir. En efecto, para abordarlos de forma sistemática hay que escoger y acertar en la selección de un proyecto movilizador, como proyecto fundacional de una nueva fase de nuestra historia. Y en esta elección, la autonomía de Cataluña permite decidir un proyecto que genere una dinámica que no sea siempre tributaria de la que se sigue en el resto de España, pero que pueden comprender los ciudadanos del resto de España. En estos 20 años, dos proyectos decisivos -el reconocimiento de la Generalitat en 1978 y los Juegos Olímpicos, que han significado un nuevo concepto de la vida en nuestras ciudades- ofrecen estas características. La ausencia de proyectos razonables y realizables es, ahora, desoladora. Se nos abruma con propuestas y mitos que se suceden sin cuidar de su continuidad. Algún día habrá que hacer un inventario de las ideas lanzadas sin reflexión previa y a las que nadie se ha referido a los pocos meses, tampoco sus autores; ideas sin traducción jurídica posible y, lo que es peor, por lo que parece, sin significado político. A veces exhiben la frustración y la exasperación ante iniciativas lanzadas por otros aquí o fuera y a las que habrá que apuntarse o ahogar. En ocasiones, las dos cosas de forma alternativa. Esta segunda aproximación de la vida política de Cataluña podría ser la única viable. El rigor en el desempeño de la vida política afianza la autoridad moral de los gobernantes y proporciona las condiciones de flexibilidad que requiere una sociedad en que confluyen diferentes culturas. Con toda probabilidad, la contribución de todos los ciudadanos, sin prevenciones, permite la formulación de políticas sin fisuras ni divisiones en aquello que es fundamental. En el caso del presidente Tarradellas, esta actitud reflejaba la influencia de la tradición republicana, liberal y laica de la vida pública. Por esto previno sobre la dictadura blanca que se avecinaba. Aliviada la cultura de cualquier empeño aleccionador o falsamente pedagógico, se liberan recursos de todo orden para dotar a la política cultural de los medios que requiere la superación de algunos procedimientos artesanos por otros industriales. Además su desenvolvimiento autónomo propicia las actitudes críticas que aseguran la flexibilidad antes invocada. 5. No hay que atascarse en las mismas cuestiones durante demasiado tiempo. Ello suele ser síntoma de muchas cosas, pero ninguna positiva. Alguien ha contado que, en su exilio, el presidente advirtió que los políticos catalanes mostraban una prisa que el país no parecía compartir. Yo no se lo oí, pero podría ser cierto. Quizá ahora, en otras situaciones, la velocidad tampoco coincide, pero la prisa podría tenerla Cataluña.

Josep M. Bricall es ex consejero de Gobernación.

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