Guía de perplejosXAVIER ANTICH
El diccionario de la Real Academia Española parece no dejar lugar a dudas, lo cual puede ser un buen principio para no perder pie ya desde la primera línea: perplejidad es la "irresolución, confusión, duda de lo que se debe hacer en una cosa". Para lo que pretendo decir ya me sirve. Y también puede servir estupor: "disminución de la actividad de las funciones intelectuales, acompañada de cierto aire o aspecto de asombro o de indiferencia". Ahí va: desde hace unos meses me siento (y perdonen la confidencia) absolutamente perplejo. Y si estúpido viene de estupor (no se enfaden: Isidoro de Sevilla sí que consignó etimologías delirantes, y lo hicieron santo), pues también: desde hace unos meses me siento (y perdonen la nueva confidencia) como un estúpido. Como al final siempre nos quedarán los libros, he buscado consuelo en Moisés ben Maimon (ya saben: entre nosotros, Maimónides). Recordaba que había muerto en Egipto y que nunca llegó a conseguir aquella vida tranquila y serena que anhelaba como ideal del hombre sabio y espiritual, a pesar de perseguirla obstinadamente durante siete décadas. Como ha escrito Eduard Feliu, autor de la única traducción al catalán de sus textos en hebreo, "mentre Ricard Cor de Lleó aparellava naus i tropes per intentar recuperar Jerusalem, Maimònides aixecava un monument més durador que no pas tot allò que el ferro de les espases pot atènyer: pervenia a acabar la Guia dels perplexos". Consciente de mi perturbación, he rastreado en la Guía de Maimónides, un tratado dirigido, como dice el filósofo, a aquel que ha sentido atracción por la razón humana y se ha dirigido a sus dominios, pero, ¡ay!, se ha desconcertado. Sin embargo, en su clasificación de los perplejos, Maimónides no es demasiado generoso: distingue, en primer lugar, los que viven en una claridad constante (sólo uno: Moisés, claro); después, los que se mueven entre destellos de luz (la mayoría de profetas), los que sólo han tenido un destello (los profetas ocasionales) y, finalmente, los que reconocen la iluminación en los reflejos de las cosas (los perfectos). Por debajo del nivel ínfimo de esta clasificación, los auténticos fuera de juego (el resto de los mortales, pobrecillos): "Los que nunca ven la luz, ni un solo día, sino que van a tientas en medio de la noche, aquellos de los que la Escritura dice que "no entienden ni comprenden nada, caminan a oscuras". En esas estamos: sin entender nada. Quizá ya no quede nada para comprender, pero uno no puede dejar de sentir cierto alivio al ver que el abotargamiento mental puede presentar un árbol genealógico de estirpe tan rancia. Pues eso: entre la perplejidad y el estupor, la casa sin barrer. Convendrán conmigo, sin embargo, que la cosa no es para menos. ¿Me acompañan? No entiendo por qué, de los prestigiosos analistas políticos que pululan por el país, ninguno dio un duro por Borrell en su competición con Almunia (excepto, como es sabido, Albert Boadella: un buen tema para tesis doctoral en Ciencias de la Información). No entiendo por qué durante las semanas que siguieron a las primarias, la prensa y las radios parecían las calles tapizadas de pétalos del viejo Corpus: elogios desmesurados ("el efecto Borrell", "ciclón", "terremoto" y otras lindezas por el estilo) acompañados del inevitable "yo ya lo decía". No entiendo por qué, desde el debate en el Parlamento hasta hoy mismo, Borrell se ha quedado solo frente al enemigo, abandonado por los suyos, por el partido en el que todos los chusqueros veían peligrar su púlpito, e incluso por los medios teóricamente afines. Quizá su único error consistió en decir lo que nadie parece dispuesto a escuchar: que la economía no va tan bien, que el Gobierno del PP está maquillando datos macroeconómicos de forma escandalosa y que está atentando contra la columna vertebral de los servicios públicos. ¡Pobre Arquímedes, convencido como estaba de que, si encontraba un punto de apoyo, podría levantar el mundo! Borrell y las primarias del PSOE demuestran que, con un punto de apoyo, no sólo es casi imposible levantar el mundo, sino que lo más fácil es hundirlo. Tampoco entiendo por qué Maragall contempla la escena política desde el limbo romano, ajeno a las miserias de la cotidianidad (¡que se peleen los pobres!). Ni entiendo por qué Nadal es cuestionado y saboteado de forma rastrera por su propio partido, ignorándose con ello que su candidatura consiguió arrebatarle a Pujol la mayoría absoluta y olvidando, del mismo modo, que su sentido común evitó casi in extremis que el PSC derivara, en la cuestión lingüística, hacia posiciones extraparlamentarias que quizá habrían revertido en algún rédito electoral pero que, sin duda, habrían sido extraordinariamente perjudiciales para la convivencia. No entiendo por qué Convergència y Unió, cada uno por su cuenta, dos partidos de inequívoca sensibilidad democrática, no utilizan su capacidad de influencia para plantar cara a las orientaciones más antidemocráticas y reaccionarias de un Gobierno como el del PP, que, no nos engañemos, está todavía a años luz de poderse homologar con la derecha europea. No entiendo por qué los disidentes de IC y ERC (por ahora, EUA y PI, si no me he perdido) están tan empeñados en reescribir su versión particular del capítulo cuarto del Génesis. ¿Más todavía? No entiendo por qué nadie desde la Administración ha movido un dedo después de los catastróficos resultados sobre los niveles de la enseñanza en Cataluña. Ni entiendo por qué no ha habido un terremoto social después de conocer los escalofriantes datos del último informe de Cáritas. No entiendo por qué los socialistas no han insinuado la más leve autocrítica sobre el tema de los GAL ni siquiera después de lo que estos días estamos oyendo. No entiendo cómo Anthony Giddens, el ideólogo de los laboristas británicos, puede ser reivindicado tan impunemente por todos los partidos (¿lo habrán leído?). No entiendo por qué continuamos con una legislación sobre la inmigración que sería válida para la ganadería. Ni entiendo por qué se le ríen las gracias a un nobel de Literatura que mide sus apariciones por rebuznos. La lista, como adivinan, es interminable, pero mi espacio se acaba aquí. Es cierto que, cuando menos desde Walter Benjamin, ya sabíamos que el estado en el que vivimos es habitualmente un estado de emergencia que amenaza con borrar del mapa a los menos afortunados. El peligro, por lo que me parece intuir, es que hoy, en la esfera de la realpolitik convertida en espectáculo virtual, los que nos quedamos fuera somos prácticamente todos, del mismo modo que, como ya adivinó Maimónides hace ochos siglos, si exceptuamos una docena de profetas y de iluminados, eran prácticamente todos los que no entendían ni comprendían nada. Quizá no esté de más recordar algo tan simple como que la vida política (el bios politikós de los griegos) consiste en aceptar que los hombres y las mujeres no podemos vivir como marionetas cuyos hilos son movidos por otros; en recordar que no hay nada inevitable y que el oscurantismo se fundamenta justamente en una apología del iluminado. O dicho de otro modo: que la vida política consiste en oponer, al orden intencionadamente desordenado impuesto por el poder, la pasión del conocimiento. Así pues, más vale no dejarse aturdir y hacer de esto una forma de resistencia. Porque visto el panorama, hasta Duchamp puede acabar pareciendo el más cartesiano de nuestros contemporáneos. Y si lo dudan, háganme caso: lean Epítom infra nu o no (las extraordinarias destraducciones de Carles Hac Mor y Ester Xargay publicadas en Pagès Editors). Cuando la realidad se ha vuelto loca, hasta Dadá puede ser un refugio sólido.
Xavier Antich es filósofo y profesor de la Universitat de Girona.
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