Haciendo dedo
Es una revisión de Quiero la cabeza de Alfredo García, de Sam Peckinpah, protagonizada por Chiquito de la Calzada con un guión de Barry Gifford, el padre artístico de Sailor y Lula. Nadie escuchó su dolor. Nadie. Todo ocurrió en el palomar de su librería, donde José Manuel Padilla trabaja como un clásico con ediciones antiguas, con libros de sabor añejo. Es un Leonardo castizo: librero, editor, novelista, dramaturgo, actor, crítico teatral, panfletario de panfletos béticos, padre de un discípulo afín y una niña políglota. Disfrutaba de la soledad artesanal encuadernando ejemplares de la Constitución que ha editado para las ocasiones solemnes. La máquina con la que marcaba márgenes y separaba páginas se llevó de cuajo la falange del dedo corazón de su mano derecha. Infarto de miocardio en la palma de la mano. No le dijo nada a nadie. Guardó la reliquia como oro en paño, borró los restos de la sangre para no despertar sospechas asustadizas y se fue al hospital. Padilla cogió un taxi y le explicó el motivo de la prisa y la urgencia para que el taxista pusiera la alarma. Como el buen hombre considerase irrelevante el motivo para tanta bulla, el librero le mostró el fragmento arrancado en tan constitucional empeño, quizás a la altura del título VIII. El taxista, aterrorizado por la visión de la falange, atendió la súplica, puso en marcha la bocina y se convirtió en la reencarnación de Fittipaldi. ¿Dónde vamos con tanto ruido? Un policía motorizado debió preguntar algo parecido a la altura de un semáforo. Como la explicación del taxista no resultó convincente, Padilla se vio obligado a mostrar nuevamente el dígito al agente. Al policía poco le faltó para hacer un caballito de motero; superado el síndrome de Santo Tomás que castiga a los incrédulos, se ofreció a presidir la comitiva del traslado del Dedo Incorrupto. La sirena de la moto se unió a la bocina del taxi en el concierto urbano y Padilla se debió sentir jefe de Estado; lo menos que se merece quien en tan apurado aprieto se vio por causa tan constitucional. Llegaron al hospital y el cliente se convirtió en paciente. ¿A qué tanta urgencia?, preguntan en ventanilla. Otra vez la prueba definitiva. La fe, que mueve montañas, cabe en la punta del dedo corazón. En unos minutos estuvo Padilla en manos de un especialista. Mientras lo anestesiaba, por lo visto para quitarle el miedo, el médico se puso a cantar pasodobles.
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