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La gran contestación liberalJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

El año 1968 fue en todo el mundo tiempo de gran contestación: Berkeley, Tokio, Berlín, París, México, Praga, Milán, fueron cabezas de cartel de un enorme despliegue de descontento. El uso y abuso de la palabra revolución ha devaluado enormemente su sentido. Se ha hablado incluso de la revolución conservadora de la señora Thatcher. Es una forma de devolver a la palabra revolución el sentido originario latino que apenas nadie recuerda: retornar al punto de partida del movimiento. Sin embargo, podemos estar de acuerdo en que para hablar de revolución debe haber una transformación profunda de las relaciones de poder y de los referentes culturales de una sociedad. En este sentido, el Mayo del 68, como referencia mítica de un año de sobresaltos, no fue una revolución. En ningún momento estuvo en el orden del día la toma efectiva del poder político, pese a que éste dio síntomas de desconcierto e incluso de vacío. La mutación en materia de cultura y costumbres que siguió al Mayo del 68 fue suficientemente lenta como para que la sociedad la asumiera sin grandes sobresaltos. A la gran contestación del 68 siguió, como ocurre siempre, la restauración: basta recordar los nombres de Nixon, Husak (el de los tanques de Praga) y Pompidou, para ver que, en cada lugar según sus circunstancias, hubo general llamada al orden. Sin embargo, la última gran contestación liberal tendría enormes efectos en la manera de vivir y de pensar de las sociedades contemporáneas avanzadas. ¿Por qué digo contestación liberal? Porque representa el último gran suspiro del liberalismo genuino antes de que triunfara la reducción economicista conservadora que convierte al ciudadano en individuo-mercancía. El Mayo del 68 es la revuelta del individuo que quiere ser autónomo (en el sentido kantiano de ser capaz de decidir y obrar por sí mismo), que entiende las relaciones sociales como "una exteriorización determinada de la vida individual real", para decirlo en términos del joven Marx. Desde Grecia, es recurrente explicar la sociedad como un compuesto de tres partes: el ámbito familiar (la vida privada); el espacio público-privado en que los individuos tejen relaciones e intercambian mercancías e ideas (lo que más tarde recibirá el equívoco nombre de sociedad civil); y el ámbito del poder político, el espacio público por antonomasia. La contestación del Mayo del 68 puede explicarse como un intento, desde el espacio público-privado, de romper la presión asfixiante de un espacio familiar y un espacio político claramente retardatarios. Europa vivía un periodo de expansión. Una generación de jóvenes se encontraba con la posibilidad de pensar en algo más que en los problemas de estricta subsistencia. Las universidades se masificaban y el choque entre los nuevos estudiantes y el viejo orden académico era inevitable. La sociedad cambiaba, pero el mundo familiar y el mundo político se regían por pautas que cada vez parecían más obsoletas. Los estudiantes del Mayo del 68 intentaron crear un espacio común (el Barrio Latino es en este sentido la metáfora topológica de aquellos acontecimientos) en el que cada cual pudiera actuar según sus deseos y de acuerdo con su criterio, es decir, con plena autonomía. Aunque después este espacio común fuera tomado por la dura reacción que surgió de la Francia profunda, tanto el ámbito familiar como el ámbito político quedaron seriamente tocados. La retirada del general De Gaulle un año después fue un efecto de Mayo del 68 que ponía fin a cierto tipo de poder carismático, aunque los cambios de verdad se dieron en la vida cotidiana: liberalización de las costumbres, desjerarquización de las relaciones sociales, consolidación de movimientos sociales como el feminismo. Aun siendo una movilización muy cargada de ideología, o de palabrería para ser más precisos, las fuentes de Mayo del 68 son tan confusas y diversas como el destino de sus protagonistas. Si en el origen coincidieron los planteamientos vagamente anarquistas de Cohn Bendit con el trotskismo de Krivine, el socialismo de izquierdas de Sauvageot o el maoísmo de Geismar, más el espontaneísmo de la mayoría, al final los caminos escogidos por las gentes de Mayo del 68 ocupan el espectro social completo: desde la huida al campo en comunas rurales al estilo hippie hasta la trágica experiencia del plomo de las Brigadas Rojas o de Action Directe pasando por la incorporación paulatina a la izquierda tradicional y a la derecha liberal o la permanencia de algunos inasequibles al desaliento en la extrema izquierda ya fuera de toda esperanza. Pero las características principales de la movilización de Mayo del 68 le dan el perfil de contestación liberal humanista, es decir, de aspiración a la autonomía del ciudadano en una sociedad convivencial. Porque Mayo del 68 fue un movimiento antijerárquico, civil, desregulador de costumbres, universalista y antisoviético. Fue antijerárquico en sus modos (con sus agotadores ejercicios asamblearios, con la negación de cualquier diferenciación de status en el mundo universitario) y en su crítica al poder establecido. Fue civil en el sentido de buscar un espacio de encuentro, fuera de las pautas de comportamiento y de poder, en que cada individuo pudiera ejercer su autonomía en complicidad con los demás. Fue desregulador de costumbres: entre la rigidez con que la matriz católico-comunista definía conductas y comportamientos se abrió paso la sociedad permisiva. Fue universalista: en tanto que la movilización tenía más que ver con los modos de comportarse, con el sentido de la vida, que con el poder político, las consignas de Mayo del 68 tenían valor supranacional (de ahí su efecto contagioso). Y fue profundamente antisoviético, rechazo que creció cuando se vio que el Partido Comunista Francés ejercía como principal garante del orden. El carácter antisoviético de Mayo del 68 tiene gran importancia histórica, porque supone el inicio del declive de la hegemonía de la izquierda comunista en el universo ideológico y cultural francés. Años más tarde, los nouveaux philosophes dieron dimensión mediática internacional a la crítica del totalitarismo que antes del 68 sólo habían iniciado de modo casi clandestino personalidades como Claude Lefort o Cornelius Castoriadis. Las brumas ideológicas que rodeaban el Mayo del 68, como el maoísmo de salón, construido sobre una gran ignorancia respecto a lo que acontecía en China, que se utilizaba como arma contra el comunismo soviético, no deben empañar la imagen fundamentalmente liberal de una contestación que aspiraba a una sociedad en la que los individuos fueran más autónomos y al reconocimiento de la vida cotidiana como lugar de la experiencia del ciudadano. Los conservadores de izquierdas, los mismos que entonces, como el partido comunista, estaban del lado del orden, dirán que sobre la desregulación de las costumbres que desencadenó Mayo del 68 los poderes capitalistas han encontrado espacio libre para construir la llamada revolución neoliberal, para imponer sin resistencia un pensamiento único. Los reaccionarios de todos los colores siempre sueñan con órdenes cerrados, esculpidos según su rígido entender. Mayo del 68 es el último episodio de una época en la que todavía se podía creer que todo era posible, que progreso y ciudadanía iban de la mano. Si algo queda de Mayo del 68 es la ilusión de una sociedad abierta y convivencial, precisamente la que durante la última década se ha intentado destruir en nombre del orden, la competitividad y el liberalismo del sálvese quien pueda.

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