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Ayala

Hace años, si le hubieran dado el Premio Príncipe de Asturias a Francisco Ayala habría parecido la distinción para un cascarrabias glorioso. Hoy, ese rumor de protesta e inconformismos, que ha sido un pequeño cortejo de su fama, se ha transformado en un pulverizador que va duchando de cariño a casi todo el mundo. No se le ha agotado la crítica, como tampoco la lujuria y las ganas de reír, pero hoy rezuma una cordialidad cebada de sabiduría.Este nuevo Ayala es de esas personas que, habiendo traspasado la tópica edad de la muerte y la talla convencional de la celebridad, pueden contemplar al mundo con la lucidez mineral de los elegidos. Si no he visto nunca a Ayala lóbrego o infeliz, sino incluso mejor dispuesto que los amigos con veinte años menos, es porque pertenece a los pocos que aceptaron con todo ahínco el poder de lo real y comprendido, entre sufrimientos bastantes, la vanidad de negar lo adverso. Hay escritores que dan la idea de vencer una compleja dificultad cuando escriben; como desbrozando junglas, decapitando alimañas o apartándose insectos. A Ayala, por el contrario, parece bastarle una ducha, la muda y el desayuno cumplido para atender con pulcritud su oficio. Ni quejas ni gemidos en la creación cuando los escritores de su época se hacían célebres a fuerza de desgraciados. Ni un pesar de más, ni una mala digestión, ni una resistencia a subir una cuesta añadida ensanchando los ventrículos. Para quien haya echado cuento a los procesos de creación, Francisco Ayala constituye el disolvente más temible. Un corrosivo detergente del ceremonial, la mística, el exorno. Podría haber parecido que escribía mejor si su complexión de pavo real la hubiera aplicado al exhibicionismo mismo, pero, desde que le conozco, lo que mejor ha hecho ha sido picar grano a grano en la honradez y hacerse artista.

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