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Primavera Fotográfica: estado de cosas

Más de un centenar y medio de exposiciones esparcidas por toda Cataluña arman el programa de la Primavera Fotográfica que se está celebrando. Debería ser la fiesta de la fotografía y parece arreciar, en cambio, el descontento. Sobre todo entre los propios fotógrafos, que paradójicamente son quienes deberían sentirse más satisfechos. Estas mismas páginas se han hecho eco de algunas de las críticas vertidas (EL PAÍS, 26 de abril de 1998) y de las réplicas dadas por los organizadores. También las publicaciones especializadas y las asociaciones profesionales se han sumado al debate, con argumentos más o menos similares. Pero en conjunto da la sensación de que se discuten estrategias instrumentales (¿para qué sirve la Primavera o para qué debería servir?) y no criterios ideológicos. O que se dirimen rencillas sectarias (entre generaciones, entre modos de entender la práctica de la fotografía, entre planteamientos sociológicos contrapuestos) y no contenidos. Todo lo cual traslada endogámicamente la discusión al interior de la comunidad fotográfica y la aleja de la comprensión y del interés del público. Conviene, por lo tanto, llevar el flujo de las ideas a un terreno más fructífero, ya que si la Primavera pretendía algo era justamente sacar un poco de cultura fotográfica fuera de las trincheras. De hecho, muchas de las críticas que el festival ha recibido y recibe son como bofetadas en persona interpuesta. La Primavera acusa el golpe, pero en realidad la agresión va dirigida a otros: a la Administración que coordina el evento, o al grupo difuso de profesionales que lo fundaron, o a la denominada despectivamente "fotografía creativa" por considerar algunos que monopoliza autoritariamente las directrices del festival en detrimento de la pluralidad de opciones. En definitiva, se ataca la Primavera, pero lo que se quiere herir es un cierto stablishment (político, social, cultural o estético). Hay que reconocer que muchas de las quejas son absolutamente legítimas. Por ejemplo, Lluís Salom, director del boletín de la UPIFC, una de las asociaciones profesionales más implantadas en Cataluña, dice que la Primavera Fotográfica es una operación cosmética que intenta eclipsar la falta de una política cultural con respecto a la fotografía. Tiene razón: el Departamento de Cultura no ha diseñado nunca una actuación institucional continuada con relación a la fotografía entendida como manifestación cultural. Y, por desgracia, tampoco lo han hecho ni los ayuntamientos ni el Ministerio de Cultura. En junio de 1980, en la clausura de las Jornadas Catalanas de Fotografía celebradas en la Fundación Miró, Albert Manent, a la sazón director general de Difusión Cultural del Departamento de Cultura del Gobierno autónomo, terminó su alocución exclamando: "Contad con nuestra colaboración para que el arte de la fotografía no sea una de las cenicientas de la cultura catalana". Lo de verdad importante, por consiguiente, no consiste en indagar si la Primavera es sólo afeites y rímel, sino por qué después de 17 años a la fotografía cenicienta no le ha llegado aún el príncipe prometido. Otro orden de impugnaciones reprueba la eficacia de la metodología organizativa: que si se privilegia la cantidad sobre la calidad, que si carece de sentido plantear una convocatoria consagrada "exclusivamente" a la fotografía y no a la creación artística en general, o que si vale la pena incluso seguir invirtiendo 25 millones del erario público en este festival (a la postre una miseria, como sigue diciendo Salom: es la mitad de lo que cobraba anualmente Flotats o la mitad de lo que gastó Maragall en su cóctel de despedida). Es saludable plantearse tales dudas. Sin entrar en ellas, sin embargo, de forma pormenorizada porque nos llevaría a una sucesión interminable de argumentaciones y contraargumentaciones, parece claro que mucha de la crispación procede no sólo de obviar que las exposiciones están destinadas a los visitantes y no a sus autores, sino de una confusión creciente sobre la naturaleza de la fotografía y de unas ilusiones desmesuradas sobre quiénes somos y dónde estamos. La fotografía es poliédrica: es arte, es ciencia, es tecnología, es comunicación, es lenguaje, es documento, es información, es poder, es ideología, es comercio... La fotografía implica toda una cultura de la visión. La fotografía participa en cómo se conforma nuestra sensibilidad y en cómo se transmite el conocimiento. Desde la coherencia teórica, pues, ¿qué hay de malo en que un festival difunda este enfoque rico y plural? En la Primavera Fotográfica, hoy por hoy, tienen cabida Sebastiao Salgado y Cindy Sherman, Oliverio Toscani y Christian Boltanski, al margen de que el público, según sus gustos, prefiera a uno u otro. En países culturalmente más avanzados, como Francia, pueden permitirse el lujo de presentar festivales mucho más especializados, como el de Perpiñán (sólo fotoperiodismo) o el de Cahors (usos de la fotografía en el arte contemporáneo). Pero la precariedad de la escena española no hace conveniente, ni seguramente permite, sesgar una audiencia aún tan limitada. Voces altisonantes han proclamado que la Primavera Fotográfica debía ser el motor de un cambio y eso ha generado excesivas expectativas. En realidad la Primavera es sólo un festival como tantos otros similares que se celebran en el mundo: en metrópolis como París y Montreal, pero también en Bamako o -ahora mismo- en Beirut. Indefectiblemente en todos ellos sale el político que se jacta de que, durante unos días, ese lugar se convierta en el centro planetario de la fotografía. El error no es tanto decirlo como creerlo. La Primavera ha podido contribuir realmente a cierto esfuerzo de normalización de la fotografía catalana, pero resulta excesivo atribuirle el protagonismo en ese programa de normalización. Más bien sucede lo contrario: la Primavera es sólo el termómetro que refleja la temperatura de la fotografía catalana. Un termómetro no cura, pero es un indicador de la situación. Y la situación está fría y llena de carencias. Aunque, ¡ojo al señalar a los culpables! A poca autocrítica que nos impongamos, nos daremos cuenta de que la responsabilidad es ante todo atribuible al propio sector de la fotografía, porque es un sector heterogéneo, desunido y con múltiples fracturas internas; faltan interlocutores de talla. Català Roca era uno de los más queridos y respetados, y ahora que nos ha dejado sus inmediatos seguidores en edad son los primeros en andar a la greña. La asignatura pendiente sigue siendo calar en cierta intelligentsia local, lograr que los gestores de la cultura valoren y asuman con naturalidad el peso de la fotografía en la creación y en el patrimonio, sin tener que ir recordándolo en cada iniciativa concreta. Es un reto difícil, pero hacia él deberían confluir los esfuerzos de quienes quieran trabajar positivamente por la fotografía. Desde la cena fundacional de la Primavera en Can Batista, a finales de 1981, hasta su actual novena edición, hemos presenciado logros modestos (en educación, en ediciones, en implantación en la escena artística, etcétera.). Como desgraciadamente pasa en todas partes, unos sudan y otros se ponen las medallas. Pero aun así yo diría que la gestión del festival es satisfactoria, y su saldo en conjunto muy positivo. Y lo es a pesar del Deparamento de Cultura, a pesar del sector fotográfico y a pesar del contexto cultural circundante. Por eso instaría a que la Primavera pasase de rifirrafes y se posicionase en el foro de ideas que debe enriquecernos a todos.

Joan Fontcuberta es fotógrafo.

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