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El error de Borrell

Con su intervención ante el Comité Federal del PSOE, José Borrell ponía fin a una singular experiencia política: la campaña electoral interna que le llevó a la nominación como candidato socialista a la presidencia del Gobierno. Singular lo fue por el resultado, su propia nominación, y por sus efectos, el despertar de un partido resignado a una larga travesía por el desierto. Pero más singular lo fue aún por la escasez de los recursos movilizados: con poco más que el poder de su palabra, oída con crecientes expectativas por los afiliados y con una mezcla de sorpresa y simpatía por un amplio sector de la sociedad, Borrell hizo política. El candidato se acostumbró así a medir por el nivel de atención de sus auditorios los efectos que un discurso socialdemócrata es capaz de producir cuando se dice con convicción y se llena de contenido.Ese mismo efecto de un discurso que va certero a su objetivo pudo haberlo percibido en los primeros minutos de su intervención en el debate sobre el estado de la nación. Sólo que ahora no se reflejaba en el silencio expectante del afiliado ni en la atención del público, sino en el griterío levantado por el adversario. Las voces, los gestos, las risotadas, los brazos en alto, las subidas y bajadas por los pasillos..., toda la vulgar panoplia de argucias, en fin, que los reventadores de discursos se saben de memoria, eran la prueba contundente de que el arma más peligrosa de Borrell comenzaba a producir devastadores efectos en las filas de la oposición.

No tenía más que haber continuado en la misma dirección, explayando breve y contundentemente las cargas de profundidad lanzadas en los primeros cinco minutos y dejar que el griterío subiera, para mostrar al país la auténtica faz de esa derecha zafia y montaraz que se sienta en el Congreso. Pero, en lugar de adoptar la actitud del jinete que sale al galope y escucha los ladridos de la jauría lanzada en su persecución, Borrell adoptó incomprensiblemente la del conferenciante al que un grupo de díscolos oyentes pretende poner nervioso. Un político que provoca tal estruendo con sólo abrir la boca marcha por el buen camino: tiene que seguir adelante, mantener el ritmo, reservar los golpes de efecto, sorprender; sin embargo, un conferenciante que tiene que habérselas con un grupo de alborotadores suele incurrir en una de estas dos muestras de debilidad: olvidar la totalidad de su conferencia para empecinarse en lo que puede armar más barullo o pedir la intervención de la autoridad para que restablezca el orden.

Borrell se equivocó al interpretar el griterío de la derecha como un sabotaje que impedía a su palabra llegar a sus verdaderos destinatarios en lugar de celebrar el alboroto como la mejor prueba de que su discurso iba recto a la diana. Y, por caer en ese error, cometió no una sino las dos flaquezas del conferenciante en apuros: saltar los papeles emperrándose en el punto que creía más sensacional y pedir reiteradamente el auxilio de la presidencia. Se olvidó de que intervenía en un debate de política general y perdió la oportunidad de presentar al país, con la crítica al Gobierno, el primer esbozo de lo que habrá de ser renovación de la socialdemocracia. Lo que comenzó como una explosiva réplica política, lo que por unos momentos devolvió al Parlamento el aire de las grandes ocasiones, terminó como una borrascosa conferencia en clave de economista que a nadie podía interesar.

Algunos se han frotado las manos por creer que este error de Borrell es la demostración de lo que, parafraseando a Ortega, se llamaría el error Borrell. Ortega advirtió a sus lectores de que titular como "El error Berenguer" un sensacional artículo no era una errata: "No se dice que el error sea de Berenguer, sino que Berenguer es el error". Pues bien, en este caso el error es de Borrell, pero tal vez esa equivocación en la salida pueda serle útil para eludir en la carrera el posible error Borrell, que consistiría en confundir discurso político con jerga económica.

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