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Mallorca, über alles?MIQUEL BARCELÓ

La residencia, cada vez más numerosa, de alemanes en la isla de Mallorca parece haber producido reacciones de alarma, desasosiego e indignación. Se espera que la imposición de la moneda única, el euro, modere la tendencia ocupacional alemana e incluso que la anule. Porque, en el fondo, lo específico de esta migración es, justamente, el dinero -blanco y negro- con el que los inmigrantes compran terrenos, casas de pueblo y fincas rurales. Las cifras de inmigrantes alemanes varían, pero alguna vez llega a mencionarse, con perceptible recelo y temor, el número de 50.000. Como en todas las migraciones, se producen, en previsible secuencia, hechos de concentración vecinal, de formas de relación social, de acceso a alimentos habituales en su origen, etcétera. Nada de ello debería producir inquietud alguna entre la población residente más antigua. No obstante, lo hace. Este comportamiento migratorio habitual tiene una robustez crematística que los otros, al menos su parte más visible, no tenían. Después de las guerras, los flujos migratorios procedentes de la Península Ibérica fueron muy intensos al principio, y adquirieron más tarde cierta estacionalidad acomodándose a la llamada temporada turística. Y así iban coexistiendo, de hecho, una migración de residencia permanente y otra esporádica pero regular, regida por un ciclo. Ambas tenían en común una lengua diferente a la de los residentes más antiguos y que habían venido y venían aún en busca de trabajo. Su origen, diverso, no era, en aquel momento, relevante. Se trataba simplemente de un aspecto particular, más próximo de la gran migración de pobres blancos hacia América o hacia Alemania, Francia, Suiza... La diferencia de los pobres blancos que venían a Mallorca era, justamente, que podían hacerlo sin impedimentos legales y que la lengua que traían era la que no se hablaba y, sin embargo, era la oficial, la de los bandos municipales, las ceremonias de los curas, la de los guardias civiles, la de la escuela, severísima. El contexto en que se producía no permitía manifestar reacciones de alarma u hostilidad más que a un nivel interno y discreto. Algo más tarde, con el crecimiento eficaz de las empresas turísticas, aumentó también la inmigración española, concentrada mayoritariamente en la construcción y en los servicios, y aumentó, menos visible, la inmigración de ricos españoles en torno a los primeros campos de golf y en urbanizaciones exclusivas, cutres como zarzuelas. Algo más tarde, ex ministros de Franco culminaron la balearización de la costa este-sur de la isla. Naturalmente, todos estos inversores alentaron una más nutrida inmigración española. Los residentes de la isla más antiguos se aprovecharon, claro, de este inesperado curso de los acontecimientos. Bien, los más cultos, por así decir, señalan a George Sand y a algunos pintores italianos y catalanes como los precursores de un turismo de calidad, no destructor, que no se produjo jamás. Sin duda, los pobladores más antiguos de la isla participaron en la balearización y se aprovecharon de ella. Hoy forman, junto a los inmigrantes pobres, un sector, socialmente curioso, de poscampesinos, una identidad negativa, un camino hacia la descomposición. En el caso de los pobladores más antiguos, la pérdida, en algunos sectores muy acelerada, de la lengua autóctona, el catalán, es siempre a favor del español. Aquella vieja pinza imperial, dominio político completo y migración de pobres blancos, es tanto más efectiva cuanto menor es el tamaño de la población indígena y, por consiguiente, los agentes difusores pueden alcanzar pronto, en la curva logística, el punto de irreversibilidad del proceso de difusión, con la consiguiente destrucción. Los mallorquines han vendido, algunos se han hecho empresarios, otros se han enriquecido mucho, otros no, pero todos se han implicado en procesos que no controlan y que ya, ciertamente, son muy difíciles de controlar. La balearización, con todas sus dimensiones, ya estaba hecha cuando llegaron los alemanes. Resumiré sus efectos principales: consolidación de la tendencia a concentrar la población en Palma, construcción no regulada de casas aisladas en zonas rurales, destrucción de la agricultura tradicional sin sustituirla por otra actividad, emigración del campo hacia los pueblos y Palma, estacionalidad del trabajo dependiente de la temporada turística, aumento del consumo conspicuo, fractura en la transmisión de saberes tradicionales, desconcierto lingüístico y creciente ingravidez de la lengua, el catalán, de la población indígena. La inmigración alemana no supone otra cosa que una especie de conclusión, algo inesperada, a todo este proceso. Dispone de dinero para comprar a la alza fincas rústicas, semiabandonadas en su mayoría, con casas rudimentarias que restauran o amplían con variado gusto. También compran en las viejas tramas urbanas portuarias o en pueblos del interior sin cometer alarde arquitectónico alguno. Cierran algunos caminos vecinales de uso tradicional y ponen perros guardianes. Pagan mucho más que nadie. Y se quedan a vivir. Lo que ha puesto de manifiesto la inmigración alemana es la debilidad cultural de la sociedad receptora. Mucho embrollo administrativo de competencias, mucho nivel de autoridad institucional, pero ninguna duda de que es España. La lengua útil, no la de simpatía con el vecino indígena mallorquín, es el español. La inmigración alemana puede vivir en la isla utilizando sólo alemán y español. Pero ello no es nuevo. Por otra parte, qué es o qué pueda ser la identidad o identidades mallorquinas, los inmigrantes alemanes tienen muy escasas posibilidades de aprender a saberlas. Ciertamente, los partidos políticos dominantes no se ocupan de ello y los llamados específicamente "nacionalistas" -los otros también lo son, de España, pero son tan dominantes que pueden evitar su denominación como tales- no tienen fuerza social ni intelectual para conseguir que su perfil sea adecuadamente reconocido. Una de las razones es la simpleza del cuerpo conceptual elaborado con desaliño y cultura mediocre por los pensadores de finales del siglo XIX y principios del XX, resumidos una vez en un rudimento de lecturas cuyo perdurable éxito es por sí mismo significativo. Nunca esta ideología fundadora ha sido sometida a crítica. Por ello, la percepción historiográfica de la nación resistente es débil, errónea y nada persuasiva. Literariamente se presenta como una narración de señores decadentes, más o menos ingeniosos, pescadores que recitan a Joan Maragall o pecadores de pecados previsibles y simples. Después están los de brisas que, en español y al tanto de modas literarias finas, sobreviven a la realidad vulgar de poscampesinos, mossons y turistas de jarra de cerveza y tatuaje que dicen que les rodea. Hay también profesionales de la historia y de la arqueología triviales de conocimientos que nadie examina nunca. Y la representación museística, en Mallorca, de esta sociedad indígena anterior no tiene, desde hace años, relieve alguno. La inmigración alemana no es, ni de lejos, responsable de los efectos gigantescos que parece producir. En rigor, su peligro, si peligro hay, es que refuerce y consolide para siempre más el proceso de españolización que ella ciertamente no empezó. Lo hicieron otros, recuerdo. Pero resulta que para ciertos xenófobos mallorquines el expediente del barco de rejilla como solución final a los forasteros se ve más aplicable a los inmigrantes pobres que a los ricos. Los xenófobos no son tontos. La inmigración alemana anuncia con sus compras de tierra y casas que es irreversible. Es a partir de ahí que los nacionalistas deben diseñar sus estrategias de convivencia, y éstas pasan necesariamente por una revisión crítica, aunque sea dolorosa, del cuerpo conceptual e historiográfico y deben incluir en estas estrategias formas persuasivas y atractivas de integración política. No sólo no basta, sino que resulta ridículo presentar la nacionalidad mallorquina como un híbrido de clásico grecolatino vestido de monaguillo cantor de Lluc. Hay raíces que impiden crecer al árbol. Todo debe hacerse pronto y sin que tiemble la mano. Mallorca, pues, über alles? No diré que no.

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