Provincias
MIGUEL ANGEL VILLENA Ningún vecino de Bonn se le ocurriría calificar al resto de sus compatriotas como alemanes de provincias. Ningún londinense se atrevería a englobar a Edimburgo, Manchester y Cardiff en un mismo paquete para distinguir a la capital británica de otras regiones del Reino Unido. ¿Cómo reaccionarían los italianos de Milán o de Nápoles si una compañía de teatro manifestara que iba a actuar en esas ciudades dentro de una gira por provincias? Parece que la influencia borbónica no sólo ha perdurado en la Monarquía española, sino también en muchos usos y costumbres. Uno de ellos sería esa mirada displicente y engreída que los parisinos suelen posar sobre todos los demás franceses. Calcado por los madrileños de nacimiento o adopción voluntaria, este tic ombliguista más que centralista todavía tiene su justificación en un país como Francia que mantiene incólumes algunos principios jacobinos. Pero aquí, 20 años después de la Constitución y de los estatutos de autonomía, las provincias lo siguen incluyendo todo. A excepción de Madrid, claro. Cuando alguien se dispone a emprender un viaje por provincias, yo siempre pregunto por cuáles. Mis interlocutores suelen mirarme harto sorprendidos y esbozan un gesto de extrañeza. ¡Qué más le dará a este tío! deben pensar, aunque no lo digan. Así las cosas, para mucha gente entran en el mismo saco Barcelona e Ibiza, A Coruña y Almería, las islas Canarias o el Bajo Aragón. Me comentaba hace poco un amigo gallego, residente en Madrid, que en la capital los periféricos acabamos convertidos en nacionalistas de lo evidente. Y ¿qué es lo evidente? Pues que vivimos en un país o Estado o territorio grande, diverso, plurilingüe y con una organización casi federal. Pero sin caer en ningún tipo de victimismo esta variedad de España se vive más como un inconveniente molesto que como una riqueza a cultivar. Salvo en la gastronomía y en los bailes folclóricos, la pluralidad incomoda en el centro de la meseta. Como antes, como siempre.
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