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Tribuna:LA NUEVA LEY DEL SUELO
Tribuna
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Una reforma estructural en marcha

La entrada en vigor de la nueva ley del Suelo, aprobada recientemente por el Congreso de los Diputados, significa la puesta en marcha de un importante instrumento normativo al servicio, por un lado, de una de las reformas estructurales de que estaba necesitada nuestra economía -el suelo es un dato importante en muchas actividades económicas- y, por otro, al servicio también de una de las políticas sociales a las que es más sensible la sociedad española: la política de vivienda.Los datos de partida de esta reforma eran claros y difícilmente cuestionables. Bajo la normativa y la política anteriores a 1996, el peso del suelo en el precio final de la vivienda alcanzaba niveles comparables e incluso superiores al propio coste de la construcción; el tiempo de tramitación de un proyecto urbanístico rebasaba los cuatro o cinco años; la iniciativa privada en el ámbito urbanístico estaba condicionada y subordinada a la decisión, no pocas veces discrecional, de las administraciones públicas; la insuficiencia o la carencia de suelo urbanizable y urbanizado era la consecuencia inevitable.

El actual Gobierno, en sus primeros pasos en esta materia, dictó el real decreto-ley de 7 de junio de 1996 con un objetivo claro: iniciar la liberalización del suelo, anticipando medidas cuyo desarrollo completo se haría mediante proyecto de ley.

La ley aprobada definitivamente por el Congreso persigue un objetivo claro: el abaratamiento del precio del suelo a lograr no mediante una mayor intervención de las administraciones públicas, sino a través del aumento de la oferta de suelo urbanizable y urbanizado que, en una economía de mercado como la española, deberá traducirse, más pronto o más tarde, en una reducción o bajada de sus precios.

En el curso del trámite parlamentario y extraparlamentario, se han planteado dos «modelos» o programas distintos: por un lado, el modelo intervencionista y burocratizador que se ha plasmado en las enmiendas y posiciones del ámbito socialista que reiteraban los principios y preceptos fracasados de las leyes de 1990 y 1992, y, por otro lado, el «modelo» o programa al que responde el proyecto del Gobierno y las posiciones de las fuerzas políticas y parlamentarias que le han apoyado.

Las diferencias entre ambos «modelos» se expresan y resumen en tres elementos o renglones concretos: el concepto mismo del derecho de propiedad y su contenido esencial; el papel respectivo de las iniciativas pública y privada en el ámbito urbanístico; las cargas o cesiones de aprovechamiento en favor de los municipios.

La nueva ley postula y regula un derecho de propiedad con facultades o derechos subordinados inherentes a la misma titularidad dominical: el derecho a urbanizar, el derecho a la urbanización, el derecho a edificar y el derecho a la edificación. En el «modelo» al que responde la ley, es sólo el ejercicio de estos derechos, no su titularidad, el que está subordinado al cumplimiento de los derechos urbanísticos. Por el contrario, en el «modelo» intervencionista, estos derechos subordinados no «se tienen» desde el principio, sino que se van adquiriendo gradual y sucesivamente por el cumplimiento de los deberes urbanísticos.

Era necesario, pues, devolver a la propiedad su papel innegable en materia urbanística. Alguien tan cualificado en el ámbito socialista como el que fuera presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, decía en páginas de este mismo periódico: «No habrá cambio fundamental en el régimen del suelo en España mientras no se abandone la visión colectivista que ha impregnado todas nuestras leyes. Esta visión arranca con la ley de 1956, se refuerza en 1976 y llega al paroxismo antipropietario con el texto de 1992. Por ello, sólo habrá un cambio sustancial en el suelo cuando se cambie esta visión por una de economía de mercado en la que se acepte que el derecho de propiedad tiene un núcleo de facultades ineludibles».

Otro de los grandes temas definidores del «modelo» es el papel de la iniciativa privada, que en el socialista es menos que secundario. En la nueva ley, por el contrario, la iniciativa privada se ve potenciada en la clara formulación según la cual «la Administración actuante promoverá, en el marco de la legislación urbanística, la participación de la iniciativa privada, aunque ésta no ostente la propiedad del suelo». Con ello, la nueva ley no ciñe el protagonismo privado en materia urbanística al del propietario.

En materia de cesiones de aprovechamiento a los municipios, se mantiene un escrupuloso respeto a la sentencia del Tribunal Constitucional de 20 de marzo de 1997. Se fija una franja entre el 0% y el 10% para dichas cesiones, lo que supone una posición intermedia entre las aspiraciones de algunos ayuntamientos y de distintas comunidades autónomas, partidarios del mantenimiento del 15% de la ley de 1992, y la lógica de los sectores empresariales afectados, que han postulado la inexistencia de cesión alguna. La razón esencial de la nueva ley no es otra que las cesiones de aprovechamiento en una economía de mercado se acaban transfiriendo por la vía de los precios a los adquirentes finales de la vivienda o del suelo.

Otra de las novedades de la nueva ley es la ampliación del suelo urbanizable, al establecer que todo suelo que no sea urbano ni urbanizable es, en principio, urbanizable, en los términos que fija el planeamiento. Esta condición residual del suelo urbanizable abre nuevas perspectivas de actuación a la iniciativa privada.

De no menos significación es el criterio básico en materia de valoraciones de suelo: el real o de mercado y la apelación como criterios concretos de valoración a los aplicados ya en la práctica del mismo mercado. Todo ello, de acuerdo con el viejo brocárdico tamtum valet res quantum vendi possit.

En el plano político, la nueva ley ha sido fruto de un consenso entre los grupos que respaldan al Gobierno, por compartir todos un mismo modelo liberalizador de urbanismo o de política de suelo.

Desde este compartir un mismo «modelo» ha de subrayarse que los ejes y líneas básicas de la nueva ley no se han modificado en lo esencial en el curso del trámite parlamentario. Los cambios introducidos han respondido a la necesidad de ajustarse a la nueva doctrina sobre competencias en materia urbanística contenida en la sentencia de 20 de marzo de 1997 del Tribunal Constitucional. Este fallo ha sido sintetizado por un ilustre jurista diciendo, no sin hipérbole, que, a partir de él, «el derecho urbanístico ha dejado de ser derecho estatal, para convertirse esencialmente en derecho autonómico». Este mismo respeto a la nueva distribución de competencias, según el alto tribunal, es lo que ha determinado que una cuestión no poco relevante, la de si la cesión de aprovechamiento a los municipios ha de ser de suelo urbanizado o sin urbanizar, haya quedado diferida a la legislación autonómica. A su flexibilidad y prudencia queda, pues, sometida esta cuestión.

El desarrollo concreto de la nueva normativa estatal por las legislaciones autonómicas y su aplicación por los ayuntamientos, a los que asiste siempre el derecho y el deber de la última decisión sobre la configuración de su ciudad -todo ello, en un marco nuevo y distinto, sustancialmente distinto-, son los condicionantes del logro de su objetivo esencial: el abaratamiento del suelo y, en la misma medida, de la vivienda. Con estas limitaciones, la nueva ley no es una «reforma estéril» o una «oportunidad perdida» como se ha subrayado por algunos.

Luis Ortiz González es diputado del PP, ponente del proyecto de ley del Suelo y Valoraciones y ex ministro de Obras Públicas y Urbanismo.

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