Jueces buenos, mala justicia
Profesionales competentes y, en conjunto, honestos en una estructura básicamente perversa: así cabría resumir, telegráficamente, la imagen que de su Administración de Justicia tienen los españoles, según los datos del sondeo de Demoscopia realizado para este periódico.La imagen de la justicia, en efecto, no puede ser más descorazonadora. Es innecesariamente hermética (lo dicen 8 de cada 10 ciudadanos), tan lenta que más vale rehuirla (así lo cree el 77%) y con una lentitud que va en perjuicio fundamentalmente de los más desprotegidos y débiles (así lo piensa el 85%).
Además, está tan anticuada en su organización y forma de funcionar que prácticamente necesita, y con urgencia, una auténtica refundación: ésa es la opinión del 75%.
No es esto de extrañar, teniendo en cuenta que lo que la ciudadanía percibe es que, con su actual configuración funcional y estructural, la justicia ni consigue ser coherente en sus decisiones, ni dispensar un igual trato a quienes ante ella acuden, ni estar adecuadamente a cubierto de las presiones sociales, económicas y, sobre todo, políticas que sobre ella se ciernen.
La imagen, en cambio, de los jueces tiene claramente más luces que sombras: para el 66% de los españoles, están bien preparados y son competentes. Y son claramente más numerosos los entrevistados que opinan que, por regla general, actúan con honestidad y honradez (45% frente a 36%).
Quizá ello explique que para dos de cada tres ciudadanos, a pesar de todos sus defectos e insuficiencias, la justicia constituya la garantía institucional última de defensa de la democracia y de las libertades.
No todo parece, pues, perdido. ¿Pero por cuánto tiempo? ¿Cuánto tardará la degradada imagen global de la institución en desteñir sobre la de los profesionales que la componen? ¿Cabe imaginar una perpetuación indefinida en el tiempo de un estado de cosas como el que estos datos describen?
Se dirá que, en realidad, la justicia no tiene buena imagen en ninguna parte, lo cual básicamente es verdad. Incluso cabe argumentar que se trata de una institución condenada a ser siempre valorada de forma reticente y más bien negativa, teniendo en cuenta que, en general y como máximo, sólo puede satisfacer con sus decisiones a la mitad de quienes a ella acuden. Y a lo mejor también esto es verdad.
Pero lo cierto es que, hoy por hoy, hay importantes diferencias de unos países a otros en cuanto a esa mala imagen (o buena imagen) relativa de la justicia.
Los datos del gráfico adjunto permiten verlo con claridad.
Dentro de la Unión Europea, la valoración global de la justicia dista mucho de ser lineal. En un extremo se encuentran aquellos países en que menos del 16% de la ciudadanía se muestra satisfecha con su funcionamiento: España entre ellos.
Cabe el magro consuelo de que por detrás de nosotros se encuentran aún Italia, Portugal y Francia: no somos los últimos de la clase.
En el extremo opuesto se encuentran tres países (Austria, Dinamarca y Finlandia) en los que, más o menos, la mitad de la ciudadanía expresa una valoración global positiva. Aquí la justicia no parece andar tan mal.
Ahora bien, ¿por qué no estamos en el pelotón de cabeza y sí en el de cola? ¿Qué tiene la justicia de Austria, Dinamarca o Finlandia que no tenga la nuestra?
La respuesta no es fácil ni simple y ni se me ocurre intentar esbozarla en estas breves líneas. Pero no parece arriesgado aventurar que, sencillamente y para empezar, debe estar mejor organizada.
Unos cuantos breves datos, a vuelapluma, así lo sugieren: por ejemplo, Dinamarca, Finlandia y Suecia cuentan, en conjunto, con una proporción de jueces por habitante entre dos y tres veces superior a la nuestra; la duración media de un asunto civil en esos países, incluida la instancia de apelación, se mide en unos pocos meses (de 4 a 6 en Suecia, de 6 a 11 en Finlandia), no en años como en nuestro país (o en muchos años -¡de 8 a 10!- como ocurre en Italia, que no en vano ostenta el farolillo rojo).
Habrá que pensar si en esos países, por ejemplo, las funciones y atribuciones de fiscales y jueces de instrucción están definidas de forma más clara y menos ambigua, obsoleta y disfuncional que en el nuestro; si existe también allí, o no, una fronda de especialidades procesales como la nuestra; si allí ocurre, o no, como aquí, que tribunales del mismo nivel y en la misma ciudad (pongamos que hablo de Madrid), con la misma dotación de personal, la misma carga de trabajo y, por supuesto, la misma legislación procesal y sustantiva a aplicar, puedan tener año tras año niveles de rendimiento disparatadamente desiguales; si la logística del funcionamiento judicial (es decir, todos los mecanismos de apoyo a la acción del juez, desde su retribución a los medios materiales de todo tipo precisos para su labor, a la policía judicial, a la organización de la oficina judicial, y un largo etcétera) se halla allí, o no, en nuestro mismo balbuceante estado.
Éstos, como mínimo y para empezar, son los temas a los que la contemplación de datos como los de esta encuesta de Demoscopia debe, en realidad, remitirnos.
Ésas son las verdaderas cuestiones a debatir.
Porque, parafraseando al clásico, de lo que se trata es de proceder a arreglar la cara, no de quedarse paralizados en desolada contemplación del espejo que la refleja.
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