Hermano enemigo
La guerra religiosa de laicos y ultraortodoxos abre un abismo cada vez más profundo entre los judíos de Israel
Hace 50 años, todos constituían un único pueblo. Las 23 familias ultraortodoxas o haredim de Kfar Gidon habían aprendido a convivir con sus vecinos, las 17 familias laicas de Talme Gidon. Durante muchos años fueron un ejemplo de armonía, compartiendo el Ayuntamiento, las esperanzas, el agua, las angustias, las tierras, el miedo e incluso las cosechas de ese fértil valle de Jezreel, que se extiende a un lado y otro de la autovía que comunica Afula con Nazaret, 200 kilómetros al norte de Jerusalén.Las dos comunidades sabían cómo respetarse, por encima de cualquier diferencia, y superar no importa qué obstáculos, incluidas las desavenencias que surgidas por la presencia en el término municipal del kibutz cercano de Mizra, en el que se encuentra una de las granjas de cerdos más importantes del país, pero que constituye a la vez uno de los fundamentos principales de la economía de la comarca de Gidon.
La primera señal de alerta sonó con estrépito hace más de dos años, mientras se perforaban en un solar del pueblo los cimientos de un nuevo centro comunitario, financiado con las aportaciones de una asociación religiosa, próxima a las familias ultraortodoxas haredim. El pacto suscrito por las dos comunidades desde los primeros años de la independencia empezó a resquebrajarse cuando los directivos del centro social empezaron a imponer sus propias reglas, prohibiendo, entre otras cosas, las actividades en las que pudieran mezclarse los hombres con las mujeres.
Las diferencias crecieron primero como un seto, después como una valla, ahora ya son una muralla. La comunidad ultraortodoxa ha decidido ampliar la antigua escuela comunitaria y unitaria de Gidon para dar cabida a más de quinientos estudiantes religiosos de Beni Brak o incluso de Jerusalén. Pero la decisión más grave y trascendente fue tomada hace unos meses cuando se empezaron a hacer obras en el pueblo con vistas a levantar 250 nuevas casas para seguidores y miembros de la secta de los haredim.
«Nosotros no los queremos aquí. No queremos aquí a una gente que se niega a servir en el Ejército, que no da ninguna cosa, que no paga impuestos y que lo único que les interesa es invadirnos. Conseguirán sus casas a mitad de precio, nos rodearán y, cuando llegue el momento, nos darán un puntapié y nos sacarán del pueblo», afirmaba colérico Amos Yoffe, uno de los representantes de las familias laicas, mientras agitaba en la mano un ejemplar del periódico Hamodia, portavoz de la comunidad de los haredim, en el que se ha insertado un anuncio ofreciendo a los ultraortodoxos las futuras viviendas de Gidon.
El equilibrio se ha roto. El objetivo primordial de los haredim es controlar el valle, colocar una carga de profundidad en el kibutz de Mizra y poner fin a esa floreciente granja de cerdos, que incumple todas las leyes religiosas hebreas. La comunidad laica trata por todos los medios de frenar los nuevos proyectos urbanísticos, impidiendo la invasión de los ultraortodoxos. La batalla sobre Gidon amenaza con llegar al Tribunal Supremo.
Gidon es sólo un ejemplo. Los roces entre las comunidades laicas y las ultraortodoxas haredim -que constituyen el 10% de la población israelí y no hacen sino crecer, dada la alta fertilidad que les impone su práctica religiosa-, se han convertido en el problema número uno de un Israel que trata por todos los medios de celebrar este año de forma unitaria el 50º aniversario de la proclamación de la independencia. El conflicto ha llegado a agravarse a tal punto que el propio Gobierno conservador de Benjamín Netanyahu planea promover un diálogo entre los sectores religiosos y los seculares.
«La paz empieza en casa. Sólo una nación en paz consigo misma, en su propia casa, puede hacer la paz con los pueblos que la rodean. Una nación dividida, partida y ocupada en culturas de enfrentamientos invita a los enemigos del exterior a presionar y atacar. ¿Es esto lo que necesitamos?, ¿guerra de culturas?», se preguntaba esta misma semana el primer ministro ante un compacto auditorio compuesto por militantes y dirigentes de su partido, el Likud.
Netanyahu trataba con estas palabras de tranquilizar a una sociedad convulsionada por el penúltimo enfrentamiento entre laicos y haredim, que tuvo como prominente escenario los actos oficiales del 50º aniversario de la declaración del Estado de Israel, donde quedó suspendida la actuación de un ballet por las presiones ejercidas por los partidos ultraortodoxos, que consideraban que el vestuario de los bailarines era «indecente» y transgredía las «normas y sensibilidades religiosas de todo un pueblo».
El conflicto ha dividido al Likud y provocado la salida de uno de sus principales barones, Ronni Milo, el alcalde de Tel Aviv, que ha abandonado el partido para organizar otro de centro con el que presentarse a las elecciones del año 2000 y luchar contra la «presión religiosa». El cisma también ha alcanzado al Gobierno, como demuestran las últimas declaraciones del ministro de Agricultura, Rafael Eitan, quien ha propugnado la separación entre religión y política, «como sucede en todos los pueblos ilustrados», con lo que se ha sumado al Movimiento por la Constitución de Israel, que trata de establecer en el país una Carta Magna laica.
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