Centenario Arturo
Hay desazón, prurito por denunciar, descubrir, remozar fechas y periodos, sobreexcitados los ánimos en vísperas de la nueva centuria y milenio que se nos echa encima. La memoria personal es la más socorrida en el rescate de personajes que, pasados los cien años de la muerte o nacimiento comprometen poco el halago que se avienta. Menos común es la fatiga para maldecir o execrar a persona, empresa o cosa ya pasada, salvo como confortable filón de ingresos o innecesarias justificaciones, ya que no hay peor manosprecio que el olvido. Celebramos el desastre del 98 como si fuera fasto, siguiendo la moda de conmemorar descalabros, de los que tenemos amplio y variado surtido.Muchos eventos han cumplido el siglo; estamos pasando el empalago de García Lorca, que desdibuja las figuras de Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Eugenio Montes, que traemos aquí como muestrario, a quienes conocimos. Por cierto, y sólo a título de curiosidad, el dato, soslayado incluso en la hagiografía contemporánea, como si no hubiese sucedido: durante la larga época franquista fueron muchas las tentativas, particulares y oficiosas, para divulgar la obra del poeta granadino asesinado -de sobra conocido y citado de memoria, el mejor elogio-, aunque algo de su teatro fuera representado en coliseos oficiales. La negativa, el obstáculo, durante más de 30 años, procedía de la familia y herederos, de lo que hay testimonios vivos abundantes. No parece ocioso el detalle.
Traigo a esta columna el nombre de un singular personaje, llegado a Madrid desde tierras extremeñas, para lo que se venía a la capital: hacer fortuna. Se llamó Arturo Fernández Iglesias. Del origen campero trajo el conocimiento y la afición a las armas; en 1898 abrió una tiendecita, en la céntrica calle de Hortaleza, antes de construirse la Gran Vía, una armería y taller de reparación de escopetas, que también fabricaba, pieza a pieza. La clientela era de tronío, del rey para abajo. Bastante abajo, porque la afición cinegética fue -y sobrevive- muy popular entre las clases modestas, sobre todo en esta planicie manchega.
Adquirió don Arturo una finca en las afueras, tierra de cabras, algunas viñas y cereales alternativos -cuando las afueras estaban casi a la mano- para congregar a los aficionados en época de veda. Allí nació el Club de Tiro Canto Blanco. El buen apetito de los aficionados reclamaba una cocina sólida y simple, si de este modo puede llamarse a las, dicen, sublimes tortillas de patata que guisaba la guardesa, con huevos de reciente puesta, a la lumbre de los chaparrales circundantes, guarnecidas por el pan de Alcobendas y el vino recio de cosecha propia, como cuenta el personaje en su autobiografía.
Lo curioso y merecedor de traer a esta columna, es la supervivencia, ahora secular, de aquel empeño. La armería subsiste, trasladado, hace tres años, el lugar de emplazamiento al Club de Tiro. Quizá fuera chocante un ajetreo de cazadores, escopeta al hombro, o enfundada, por los aledaños de la Red de San Luis. De aquellas merendolas improvisadas nació un floreciente negocio hostelero, que ahora regenta el nieto del mismo nombre. La tabla redonda se ha multiplicado en varios fogones de categoría que, a la chita callando, se abren paso en la nómina gastronómica de nuestra ciudad. Uno de los restaurantes Arturo es vecino mío, instalado en el mismo bulevar donde tuvo varios predecesores, que no acertaron en la diana. Hay dos más, en distintos barrios, y la empresa -que da trabajo a 500 empleados- se ocupa de la restauración en insólitas dependencias: el Congreso de los Diputados, la Embajada de los Estados Unidos, la sede de la UGT, un club de tenis, el Instituto Geográfico, amén de varios hoteles y cafeterías.
Cien años no son nada, al parecer, para este perseverante linaje. Muchos son, en país como el nuestro, donde -salvo meritorias excepciones- casi todo es mudanza y caducidad. Maravillado quedé cuando supe, en París, que el famoso restaurante La Tour d"Argent lleva, en la misma familia, unos cuatrocientos años.
Hay pocas, muy pocas industrias que entre nosotros sobrevivan a la herida del tiempo. Fuera de la poesía, este centenario, de menos relumbrón, también merece una referencia, digo yo.
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