Capitalinos de pueblo
Carabanchel celebra el medio siglo de su anexión a Madrid, cundo dejó de ser municipio para convertirse en distrito
Digan lo que digan las crónicas oficiales, si los Carabancheles pasaron hace cincuenta años a engordar Madrid, fue por culpa del entonces alcalde, José Moreno Torres, obsesionado con la "preocupante" expansión de Barcelona, que en aquel 1948 amenazaba con convertir a la capital en la segunda ciudad española en extensión y población. Así al menos lo cuenta Salvador Cordero, un octogenario que fue oficial mayor del último Ayuntamiento de Carabanchel Alto y, tras la anexión, se convirtió en el secretario de la Junta Municipal, hasta 1977, año en que se jubiló.Aún hoy, cuando el distrito celebra aquel matrimonio burocrático y político, este hombre continúa poniendo en duda las ventajas de la unión. "A Moreno Torres le molestaba que Barcelona pudiera tener más habitantes que Madrid y eso es una tontería. ¿No existe un Washington y un Nueva York? Siempre he defendido la teoría de que una capital no debía pasar del millón y medio de personas, para que puedan ser atendidas. Además, a los del Alto no nos anexionaron a Madrid, nos anexionaron al Bajo", asegura.
Lo dice porque si tras la anexión, el 29 de abril de 1948, el Ayuntamiento destinó a un delegado al frente de cada uno de los Carabancheles, la decisión duró poco. Dos meses más tarde, el 8 de junio, ambos distritos se integraron en uno solo, "a costa de eliminar los papeles al Ayuntamiento del Bajo". En una palabra, les condenaron a entenderse cuando, como añade Salvador, "pasaba lo que pasa con dos municipios vecinos: la gente siempre tiene sus envidias y tiranteces".
Julia García, otra carabanchelera de pro, nonagenaria y esposa del que fuera el último alcalde de Carabanchel Bajo, Rufino Goñi, da la razón a Cordero, al menos en lo de las desavenencias. "Siempre las había", dice con un cierto aire jocoso. "A las chicas del Bajo no nos dejaban salir con los chicos del Alto y viceversa. Pero, a pesar de los pesares, siempre había matrimonios mixtos".
No fue su caso. Para ella, conocer a su marido, un hombre de profundas convicciones religiosas, hijo de los conserjes del Centro Católico del Bajo, fue determinante. Todavía hoy, al mirar la foto de su esposo, ya fallecido, sigue repitiendo "fíjese qué guapo era". Pese al talante liberal de su padre, a quien adoraba, Julia apostó por las tropas franquistas "para que acabara la guerra y dejaran libre a mi marido, detenido por los republicanos". Fue la guerra, dice, la que más cizaña sembró entre los vecinos de ambos municipios, "porque hasta entonces no había esa cosa de las derechas y las izquierdas".
Los dos Carabancheles vivieron de forma especial la contienda. Fueron uno de los primeros bocados que las tropas nacionales arrancaron de Madrid -en noviembre del 36- y, como cuenta José María Sánchez Molledo en su libro Carabanchel, un distrito con historia, que acaba de editar el Ayuntamiento para conmemorar la anexión, el Manzanares se convirtió "en un nuevo Rubicón entre dos concepciones de la sociedad".
Hasta entonces su historia estaba marcada por el ruralismo. Pese a que los restos arqueológicos en el yacimiento del cerro de San Isidro sitúan sus orígenes en la prehistoria, no fue hasta los Reyes Católicos cuando se encuentran dos Carabancheles -el de Arriba, con 100 vecinos, y el de Abajo, con 45- capaces de disputarse en 1497 las tierras al negarse los de Arriba a compartir la utilización de las dehesas comunales. O sea, las disputas tenían también su historia.
El correr del tiempo mantuvo la independencia de ambos y entre el siglo XVIII y el XIX les dio una pátina aristocrática, al ser elegidos por gente como la mismísima Eugenia de Montijo como lugar de recreo. Sin embargo,ambos pueblos mantuvieron su carácter rural.
"Mi abuelo era el cacique del Alto a finales del siglo pasado", dice Vicente Morales, otro octogenario perteneciente a una de las principales familias del entonces pueblo. Efectivamente, Eduardo Morales era uno de los mayores terratenientes de la zona y su nieto dedicó gran parte de su vida a cultivar las tierras heredadas. "Yo juramenté al primer guarda de la hermandad de agricultores y ganaderos para que hiciera todas las noches las rondas por los campos". De aquel tiempo le viene la afición a los galgos que le hace añorar cada día el Canódromo, centro de diversión y encuentro para los vecinos durante años y uno de los emblemas del distrito, hoy sumido en el abandono.
En los albores del siglo, tierras y poder político era todo uno, y el abuelo de Vicente fue alcalde del Alto hasta poco antes de su muerte, en 1916, como lo sería después su hijo, convertido en el primer edil del nuevo orden tras la guerra. Vicente rompió con la tradición política familiar y dedicó sus esfuerzos a la hermandad de agricultores, disuelta hace apenas 10 años, y después a su escuela de equitación, que llevó a rejoneadores como Bohórquez a pisar Carabanchel. Sin embargo, siempre siguió muy de cerca la política municipal. A juzgar por sus palabras, la historia, al menos hasta la adhesión, fue poco justa con los carabancheleros. "Ahora los responsables luchan por su comunidad, pero antes los elegían, en la mayoría de los casos, como cargos honoríficos y les dejaban hacer muy poquito".
La falta de preparación de muchos de aquellos ediles la ilustra Vicente recordando a un alcalde, cuyo nombre omite, a quien obligaron a hacer una plana de caligrafía con su nombre para que la firma fuera mínimamente decente. Cordero disiente de la afirmación de su compañero. "Cuando yo era oficial mayor teníamos 10 concejales, todos del pueblo. Ahora vienen señores que han nacido en las Chimpampanas".
Medio siglo atrás, los Carabancheles latían con el ritmo pausado de los pueblos. "Los domingos, a la misa de 12 no faltaba nadie", dice Julia, "y luego a pasear por General Ricardos y por lo que hoy es la avenida de Fátima". "A mí lo máximo que me permitían era alejarme hasta Mataderos, y los vecinos me tenían frita. Como todo el mundo se conocía y yo era la hija del alcalde, rápidamente le iban a mi padre con el cuento", apostilla su hija Pilar, maestra ya jubilada.
La anexión acercó a los carabancheleros a la capital, pero no pudo borrarles ese sentimiento de pueblo que les hace decir todavía "voy a Madrid" cuando suben al centro. El viejo tranvía fue durante mucho tiempo único nexo de unión con la ciudad. "Aquí había tiendas de alimentación y esas cosas, pero para comprar zapatos, telas o ir al pediatra tenías que subir a Madrid. Yo, a veces me iba andando, para ahorrarme los 30 céntimos del tranvía", recuerda Julia. Entre 1960 y 1965, la EMT los sustituyó por autobuses y amplió el número de líneas, y en 1968 llegó el metro a Carabanchel Bajo, un nuevo agravio para los del Alto, que siguen soñando con el suburbano. Un sueño que pronto verán cumplido, cuando finalice la construcción de la línea 11. "Nos hubiera dado mucha vida, pero los militares nos hicieron la cusqui desviándolo hacia el hospital Gómez Ulla", dice Cordero.
Al cabo de cincuenta años, los tres veteranos siguen mirando a Madrid sin cruzar el Manzanares. Les gustaría que hubiera más zonas verdes, más equipamientos para los jóvenes, más instalaciones deportivas -incluso una nueva escuela de equitación-, que volviera el canódromo. Pero, sobre todo, que se esfume la mala fama que a veces ha perseguido al barrio. La historia, una vez más, no ha sido del todo justa, y, como dice Sánchez Molledo, Madrid ha olvidado que Carabanchel antes de cárcel fue corte. Vicente Morales cuenta que cuando su hija recomienda a sus compañeras de trabajo que se compren un piso en el nuevo ensanche del barrio, proyectado por el Ayuntamiento, ellas exclaman sorprendidas: "¿En Carabanchel?". "Yo, sin embargo, me siento más inseguro cuando voy a Madrid, porque si hubiera un drogadicto, que no lo hay, le conoceríamos". Julia es igual de rotunda. Sus hijos, al rellenar una instancia, ponen "Carabanchel" en el lugar de nacimiento.
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