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El "sportman"

La palabra, desde siempre, fue deportista, pero también se toleraba en las enciclopedias como "voz inglesa que designa al que no se ocupa más que en practicar el sport", referido como juego o recreo. Bien han cambiado las cosas desde el tiempo de los abuelos -o bisabuelos-, cuando la vida era sana, casi a la fuerza, no existían la contaminación ni el estrés y sólo las personas muy pudientes padecían depresiones y melancolías.A principios de este siglo, el concepto de deporte y de educación física era verdaderamente desternillante. Meritorios estudios realizados en escuelas, cuarteles y los escasos lugares donde se reunían las personas del común llevaron a considerar que el ejercicio, realizado con mesura, incrementa la actividad nutritiva, que se manifiesta sobre el sistema nervioso. Es decir, podía aumentar el tiempo consagrado a cualquier tipo de trabajo, asunto claramente enfrentado con una jornada de 35 horas, como cualquiera puede deducir. Llevados en forma excesiva y desordenada, por su intensidad y duración, provocan un déficit de las aptitudes intelectuales, que se convierte en dificultad de atención y debilidad de la memoria. Es decir, se curra menos. Tal era la postura de los progresistas de entonces: la educación física es un medio, y el deporte, un medio y un fin. Los fisiólogos e higienistas vivieron preocupados por las novedades que traían los tiempos y catalogaron las incidencias del deporte en la vida moderna: sobre la actividad respiratoria, la excitación nerviosa y la distribución del trabajo muscular. Agítese la mezcla y tenemos al distinguido sportman. Las mujeres apenas tenían papel en esta representación, lo que es muy de lamentar. Entonces eran considerados deportes fundamentales tres: la esgrima, la equitación y la gimnasia, plagados de peligros para la integridad. El abuso de la gimnasia producía retracción de varios dedos de ambas manos; la equitación, lesiones vertebrales, y la esgrima, ¡oh, cielos!, no sólo fomentaba cierto grado de escoliosis, sino el desarrollo exagerado del muslo y el brazo de un solo lado, debido a la forzada postura. Cuando alguien denotaba un exceso de muslo y brazo, los ciudadanos se decían: "¡Tate! Ahí va un espadachín".

Había más. El canotaje, la lucha, el boxeo inglés, la marcha, el levantamiento de peso -confinado, al parecer, en el País Vasco-, la carrera, la natación y la bicicleta. Contra los desafueros en el uso de esta última denunciaban el peligro de la postura viciosa del ciclista, víctima propicia para la curvadura del raquis, por lo menos. De buena se libraron Induráin y otros eximios corredores.

El deporte estaba formalmente prohibido a los niños y adolescentes, considerado el periodo de la formación ósea y muscular. Ésa, quizá, sea una de las causas de que no hubiera tantos y tan caros buenos futbolistas o tenistas. Si los primeros parecen forjarse en las favelas brasileñas y entre los escombros de las ciudades que quedaron del lado de allá del telón de acero, las y los ases del Grand Slam dan un exiguo, casi despreciable, porcentaje de huérfanos, visto el denuedo con que son preparados y gestionados por sus progenitores. Deporte que no se comienza a practicar al abandonar la cuna no produce campeones ni contribuyentes en los paraísos fiscales. El diagnóstico, en cualquier caso, era terminante: la práctica anárquica del deporte conduce, sin remisión, al histerismo y a la neurastenia.

Ahora, ¡agárrense!: eran recomendables, con reparos, los ejercicios pasivos, o de vectación. ¿Quée? Es así definida la acción de desplazarse en un vehículo, sea de motor o por tracción animal; podría decirse que un trayecto en taxi tuvo posibilidades, aunque remotas, de homologación olímpica. La contraindicación concierne a las trepidaciones y el traqueteo sobre inadecuados pavimentos, lo que produce repercusiones musculares y nerviosas. Hoy, miles de niños manejan una raqueta de tenis que, a poco desahogo económico-familiar, es de fibra de carbono; centenares se desenvuelven con pericia agarrando el palo de golf y millones practican el fútbol, nadan y despellejan sus rodillas sobre tablas rodantes y patines. El distinguido sportman y la gentil esquiadora de Saint Moritz serían, entre nosotros, unos personajes por los que merecería pagar la entrada para verles, en locales político-culturales.

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