Un minuto de gloria
Los chicos del Mallorca volvieron a casa con la mirada definitivamente vacía de los fondistas que han llegado a la meta en segundo lugar.-Siento vergüenza por haber perdido la Copa -dijo en la terminal del aeropuerto un Héctor Cúper blanqueado por sus canas y por esa luz de hospital que siempre ilumina las salas de espera.
-Me río por fuera, pero estoy llorando por dentro, confesó el portero Roa, que compareció ante las cámaras disfrazado con una agotada sonrisilla de viajero, cuando los periodistas le pidieron explicaciones.
-Estaba muerto, che -contestó Gaby Amato al niño que le exigía cuentas sobre aquel cabezazo del perdón al final de la prórroga.
Quien se haya detenido a observar con atención la figura de los deportistas sabrá que, al margen del desenlace de las competiciones, la víspera y el día siguiente se integran en un mismo gesto desencajado. Antes y después, nuestros ídolos, los ganadores y los perdedores, parecen compartir un único mascarón de combate en el que el arco de los pómulos se afila y va tomando un inquietante color hueso, las mandíbulas se encajan en el perfil de la dentadura como el cierre de un estuche, la boca se contrae sobre su propio vacío y, quizá por el efecto corrosivo del sudor, las arrugas se alargan hacia la sien como viejas cicatrices de guerra. Sobre el decorado de la tensión es difícil distinguir bandos, días y personajes, como no sea por algunas claves menores, casi microscópicas. Se trata de minucias que sólo pueden ser descubiertas en la corta distancia.
Es un hecho que, cuando todo ha terminado, hay entre los ojos del que gana y el que pierde una sutil diferencia de brillos. Bajo el celofán del día después se descubre, según quien mire al objetivo, un brillo exaltado o un brillo apagado. Pues bien, la fama se esconde en el primero y la oscuridad empieza en el segundo.
-Fue bonito mientras duró -decían los hinchas mallorquines mientras plegaban pancartas y banderolas.
Así que el Mallorca volvía a casa deprimido, porque perder siempre duele, y confuso, porque había jugado para ganar. Pero acaso podamos reconfortarle diciendo que nunca pareció uno de esos héroes por accidente que se consagran en todas las guerras.
Recordemos. Después de un brillante ejercicio de alquimia y geometría en el que había conseguido ocupar toda la cuadrícula del campo con apenas nueve hombres, el Mallorca tenía la oportunidad de ganar el torneo. El encargado de firmar el acta sería Stankovic, el chico de los botines de seda, el mago que había bordado la línea de banda, el nuevo portador de la fina malicia yugoslava; quizá el principal artífice del prodigio.
Cabe la posibilidad de que entonces los dioses detuvieran el reloj y se pusieran a deliberar. Sin duda, atizaron las tormentas solares, tocaron los planetas precisos, movieron sus perturbadores meteoritos y volaron a Mestalla para concentrarse en aquella liviana esfera hueca. Luego, Stankovic la acomodó en el punto convenido, invocó a los duendes que inspiraron a Sekularac y Dzajic, y tomó carrerilla.
Un minuto más tarde, el mundo se volvería al revés. Pero durante unos segundos, el tiempo de un ataque al corazón, el Mallorca se volvió rojo cereza, zumbó como una caracola y fue el dueño del balón, de la Copa y de la noche. El cielo estaba allí.
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