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Intérpretes

KOLDO UNCETA Las recién celebradas elecciones primarias en el PSOE han vuelto a poner, una vez más, de manifiesto el gusto de la gente por las decisiones soberanamente adoptadas, mostrando al mismo tiempo la estrechez de los estrechos caminos por los que habitualmente se intentan conducir los procesos democráticos. Hay dos tipos de cuestiones sobre las que la ciudadanía muestra una clara inclinación a expresar su elección. Las primeras son aquéllas que se refieren a cuestiones candentes o de gran interés para colectivos concretos. Por ejemplo, OTAN sí, OTAN no; otro ejemplo: referéndum para Treviño sí o no. Cuando al personal se le pregunta sobre estas cuestiones, se genera un interés colectivo claramente superior al que despierta la vida política cotidiana, incluidas las consultas electorales convencionales. El otro asunto sobre al que la gente le gusta manifestar sus opciones es el que se refiere a las personas. Pero si es poco habitual la celebración de referéndums, más raro aún es que a un ciudadano le den la oportunidad de decantarse por unas personas frente a otras. Lo normal es que tenga que conformarse con elegir entre distintas siglas, bajo las cuales aparece una lista de personas sobre las cuales no tiene capacidad alguna de decisión. Son las famosas listas cerradas y bloqueadas, tan del gusto de los aparatos de los partidos y tan lejanas muchas veces al sentir de los votantes. Las primarias socialistas han servido, entre otras cosas, para volver a poner el dedo en la llaga sobre esta cuestión, poniendo de manifiesto, una vez más, la colosal distancia existente entre las élites políticas y el resto de los mortales, aunque éstos sean miembros de su propio partido. Que Borrell haya obtenido el 82% de los votos en Cataluña cuando toda la dirección del PSC defendía la candidatura de Almunia sólo puede explicarse por la magnitud de ese distanciamiento. Pero la participación directa de la gente, sin intermediarios, en la toma de algunas decisiones, tiene otras ventajas suplementarias. Por ejemplo, sirve para llamar al orden a aquéllos que, actuando en nombre de los ciudadanos, se tiran los trastos a la cabeza defendiendo en el fondo meros intereses personales o partidistas. Cuando el pueblo soberano habla alto y claro, cuando se le da la oportunidad de expresar sin rodeos sus opciones, la apertura de las urnas suele tener un efecto balsámico y a la clase política le entra, al menos por un tiempo, cierta dosis de sentido común. Los resultados que antes de la consulta significaban el caos o el apocalipsis, pasan a ser considerados normales cuando así lo expresa la magia de las urnas. Aquéllos que en nombre de la mayoría se atrevían a amenazar, se vuelven mansos corderos cuando esa mayoría les da la espalda mediante el voto secreto. Representar no es lo mismo que interpretar. La complejidad de la gestión pública en el mundo moderno requiere muchas veces que la democracia representativa funcione mediante fórmulas genéricas de delegación, que no otra cosa son los vagos programas con que los partidos concurren a las elecciones. Pero nada justifica que de la necesidad se haga virtud, y se desprecie, como tantas veces se hace, la consulta directa. Es evidente que cuando las cirsunstancias lo demandan no hay mejor fórmula de dilucidar las controversias que dar la palabra a la gente, por más que a algunos les produzca vértigo conocer la opinión real de sus representados. La ilusión que generan las consultas directas es la antítesis de la apatía con que se reciben normalmente los resultados de unas elecciones, reducidas casi siempre a la defensa de genéricas ideas o a refriegas de portal. Y el patético espectáculo con que nos suelen obsequiar en las madrugadas electorales los responsables de los partidos, haciéndonos creer que todos han ganado, contrasta vivamente con el púdico reconocimiento de la victoria o la derrota, cuando no hay lugar a la interpretación porque la gente ha dicho su última palabra.

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