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A nadie le amarga un libro

SERGI PÀMIES En la noche del 23 de abril, día de Sant Jordi, tras un pletórico y extraordinario Día del Llibre, TV-3 organizó un debate para hablar del tema en el que, para resumir un montón de cosas, uno de los invitados -el crítico Isidor Cónsul- vino a decir que se habían vendido muchos libros pero poca literatura. El lunes 27, en COM Ràdio, el escritor Baltasar Porcel fue un poco más lejos en su diagnóstico y, para explicar el relativo éxito de su Ulisses a alta mar (publicada hace cinco meses y, por tanto, en un lógico y comprensible segundo plano), dijo, no sin sarcasmo, que él no había hecho de puta en París ni practicaba una homosexualidad exhibicionista, refiriéndose, como más tarde matizó, a Terenci Moix. Aparte de estas opiniones de carácter público, he escuchado montones de afirmaciones parecidas que, en mayor o menor medida, se lamentan de que los libros más vendidos hayan sido los de "gente que sale por la tele", como si salir en televisión fuera algo así como pertenecer a las SS. Estas acusaciones tienen la característica de ser, además de injustas, simplistas, ya que esconden el hueso de la verdad al obviar que tanto Terenci Moix como Toni Soler o Albert Om fueron, antes que presentadores de televisión, escritores y que, quizá por serlo, accedieron a la pequeña pantalla triunfando en ámbitos totalmente alejados de la literatura. Es evidente que el hecho de aparecer en televisión multiplica por mil la promoción de un libro. Sobre todo de un buen libro. O, por decirlo de otro modo menos tajante y más objetivo, de un libro que, por los motivos que sean, interesa a la gente. Si todos los libros relacionados con la televisión se vendieran bien, no se habrían producido pequeños fiascos como el Anem a ballar, de Mari Pau Huguet, o la novela titulada Nissaga de poder, editada, si no recuerdo mal, por Planeta. Pero aun suponiendo que un libro se venda más porque su autor aparece regularmente en televisión, ¿cuál es el problema? ¿Acaso se cree que el fútbol sería tan popular si no existiera la televisión? ¿Alguien se imagina a los políticos presentándose a las elecciones sin aparecer en televisión? ¿Salir en televisión presupone que los jugadores de fútbol son malos y los políticos corruptos? ¿Desde cuándo? En cuanto a la afirmación de que el día de Sant Jordi se venden muchos libros y poca literatura, me temo que parte de una interpretación lícita pero limitada de lo que debemos considerar literatura, una interpretación que, para más inri, presenta como modelo de perfección literaria aquél que, por su elevado nivel, rehúye las masas, incapaces de aprehender tanto conocimiento impreso. Por razones que se me escapan, en cambio, el entretenimiento cordial o irónico, sarcástico o de sal gorda, o el testimonio biográfico convertido en terapia narrativa no puede considerarse literario ya que, supongo, lo literario debe ser denso y perdurar como las pirámides. Lo malo es que, cuando un libro se publica, me parece bastante injusto decidir, de entrada, si va a perdurar o no en función del éxito que pueda tener, porque ¿quién asegura que Història de Catalunya -modèstia a part-, de Toni Soler, no se convertirá en un clásico? ¿Cómo podemos privar al último libro de Terenci Moix del derecho a aspirar a la posteridad? Decidir lo que es literatura o no es peligroso y, que yo sepa, no existe autoridad alguna que, cual Comisión Europea, establezca dónde empiezan y terminan los límites de lo literariamente correcto. Pero suponiendo que aceptemos esta estrecha visión de las cosas, entonces, ¿para qué organizamos pollos multitudinarios como el Día del Libro? ¿No se trataba de salir a la calle y de ofrecer el libro a la gente para que la gente decidiera según su criterio porque el libro, pobrecito, estaba arrinconado y olvidado? Pues eso es lo que se ha hecho, con un éxito que, comentándolo con algunos libreros, ha superado este año todas las previsiones. Emperrarse en ningunear este fenómeno en el que, por fin, intervienen con el mismo entusiasmo escritores, editores, libreros y lectores, es un error. Despreciarlo con desaires que responden a disgustos o pataletas rebozadas de envidia tampoco nos llevará a ninguna parte. Afortunadamente, cuando se montó este feliz invento, no se llamó Día de la Literatura, sino Día del Llibre, dando por supuesto que la literatura formaba parte del pack. Y eso significa que los que presumen de poseer la verdad literaria deberán aprender a soportar evidencias como que el libro más vendido sea el de Karlos Argiñano o que un simpático escritor enfermo de televisión arrase con una historia irreverente de un país que ni siquiera tiene un programa sobre libros en su televisión. Y si, por una de aquellas carambolas que da la vida, resulta que, un día, la gente cambia de gustos y empieza a comprar centenares de miles de ejemplares del Ulysses, de Joyce, o de Madame Bovary, de Flaubert, pues quedará fatal decir que, bah, Joyce ha vendido porque era un exhibicionista borracho o que Flaubert, ya se sabe, triunfa por el morbo que supone ver a un cadáver francés presumiendo, en plan travestido, de que Madame Bovary es él.

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