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Un gran día para la democracia

El 24 de abril fue un gran día para la democracia en general y para la española en particular. Uno de esos días que nos permiten, aunque sea por un momento, recuperar la fe y mantener la esperanza en torno a la capacidad intrínseca de los sistemas democráticos para salir del marasmo y anquilosamiento en que se hallan sumidos desde hace ya demasiado tiempo. Y lo fue, no tanto por el hecho de la celebración de las primarias en el seno del PSOE, noticia en sí muy positiva, cuanto, sobre todo, por el resultado habido en las mismas. El resultado de estas primarias encierra un significado de enorme calado democrático que va mucho más allá de una mera insatisfacción coyuntural de las bases socialistas e incluso de una cierta rebelión contra el aparato de su partido. Este sorprendente resultado pone al descubierto, con toda su crudeza, la caducidad y decrepitud de un modelo democrático surgido en Europa a partir de 1945 y que se asienta, paradójicamente, en una de las desviaciones más perversas y aberrantes de cualquier régimen que se proclame democrático. Me estoy refiriendo a la brecha insalvable, al profundo abismo abierto entre las élites y los ciudadanos.

Tanto la estructura como el funcionamiento de los actuales sistemas políticos europeos se asientan en una premisa radicalmente falsa. Se trata de la idea, acríticamente aceptada, de la pasividad de las masas, de la apatía de los ciudadanos, para los asuntos políticos. De acuerdo con esta idea, la mayor parte de la gente no se halla interesada y además no resulta capacitada para la actividad política. De ello se deduce el corolario lógico de que el ejercicio efectivo de la democracia sólo es posible en la medida en que exista un liderazgo competente.

De esta forma, la democracia ha quedado reducida a un simple método regulador de la lucha por la competencia entre los pretendientes al caudillaje a fin de obtener el voto del electorado. En nuestras democracias, la capacidad de los ciudadanos ha quedado reducida simplemente a la posibilidad de aceptar o rechazar, cada cuatro o cinco años, a los líderes que han de gobernarle.

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Este modelo democrático adolece de dos importantes errores. De una parte, confunde la esencia de la democracia con su eficacia. Es posible que una democracia elitista resulte más eficaz que una democracia participativa, pero no hay que olvidar que el objetivo principal de la democracia no es el de resolver el problema del gobierno más eficaz; otras formas pueden ser más eficaces. El objetivo primordial de la democracia es el de lograr un gobierno que satisfaga el máximo de libertad e igualdad posibles.

De otra parte, altera la jerarquía de los elementos fundamentales en los que debe sustentarse un sistema democrático. Es cierto que no hay democracia sin elecciones libres, pero lo que define a una democracia como tal no es la lucha electoral, sino el hecho de que el gobierno reside en el pueblo. Eso quiere decir que la lucha electoral constituye un instrumento para hacer efectvia la democracia, y por tanto supone un criterio secundario para determinar la esencia de la democracia. Pues bien, el actual modelo democrático altera esa jerarquía elevando la lucha competitiva por el voto del pueblo a principio de primer orden, olvidando que tal competitividad es la consecuencia y no la finalidad de las elecciones libres.

Esa alteración jerárquica ha provocado un desplazamiento de los ciudadanos en favor de las élites, pasando éstas a convertirse en el centro nuclear de los sistemas democráticos. El dominio de las élites sobre la mayoría ha supuesto, como ya he indicado antes, una perversión aberrante del sistema democrático totalmente contradictoria con el desarrollo de los valores y fines propios de la democracia. Tal como señaló lúcidamente Hannah Arendt hace más de treinta años, ese dominio no indica otra cosa que «la cruel necesidad en que se encuentran los pocos de protegerse contra la mayoría o, para ser más exactos, de proteger la isla de libertad en que habitan del mar de necesidad que les rodea».

El vuelco sufrido el año pasado por Alain Juppé en Francia, o la derrota sin paliativos del aparato socialista el pasado 24 de abril, constituyen un síntoma evidente del agotamiento de un modelo mucho más cercano al despotismo ilustrado que a la auténtica democracia de los ciudadanos, un modelo que si bien pudo tener sentido en periodos críticos muy concretos, tales como la Europa de la inmediata posguerra o la España de la transición a la democracia, sin embargo hoy carece de justificación alguna. En tal sentido, la derrota del 24 de abril resulta mucho más aleccionadora, si cabe, que el resultado electoral de Francia del año pasado. Y lo es porque, en este caso, la rebelión democrática se ha producido en el seno del propio partido político.

En la actual democracia elitista, los partidos se han convertido en el instrumento de una permanente creación destructiva del sistema democrático, y particularmente del sistema representativo. Así, esos mismos partidos surgidos para luchar contra las usurpaciones del poder del Estado se han sometido, sin reparo alguno, a las usurpaciones de su propia autoridad. Se da así la paradoja de que los afiliados de los partidos políticos se hallan mucho más sujetos a sus líderes que a los gobiernos, y soportan abusos de poder de los primeros que nunca tolerarían a estos últimos. Los partidos han terminado por convertirse en el ejemplo más sangrante del incumplimiento de los principios democráticos, precisamente por parte de quienes deben ser los garantes y los más fervientes defensores de la democracia. El resultado del día 24 no sólo ha supuesto una rebelión en toda regla contra todo este estado de cosas, sino también un grito en favor de la libertad y de la recuperación de la dignidd democrática. Asimismo, el hecho de que unas simples elecciones primarias hayan causado un terremoto tan importante demuestra que, a veces, la renovación de la democracia no es algo que depende tanto de la adopción de complejas medidas de ingeniería constitucional, cuanto de la existencia de una simple y pura voluntad política.

Gurutz Jáuregui es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco y autor de La democracia en la encrucijada.

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