EL PERSONAJE Ortega o el desprestigio de la bondad
H ay elogios que hieren, que incluso si se pronuncian sin doblez resultan venenosos de tan gastados que están por el roce con el desdén. Cuando se pregunta a la gente que lo conoce cómo es el consejero de relaciones con el Parlamento andaluz, Antonio Ortega, la respuesta más común es la de que es una buena persona. Sorprende un calificativo así para alguien que se dedica a la política, actividad en la que se convierten en meliorativos adjetivos que en otras actividades tienen muy mala estampa. Decir que un político es artero o ladino no es sino reconocer sus habilidades para el oficio. En cambio, lo de ser buena persona no se cotiza nada, si no es como insulto. La definición más cruel de Antonio Ortega ha sido pronunciada por la lengua hecha látigo de Luis Carlos Rejón: "Es un peluso con coche oficial". Sin llegar a suscribir esta feroz frase del dirigente de IU-CA, sí parece existir cierto consenso sobre la tendencia de Antonio Ortega a meter la pata, a pisar charcos, a ser de esa gente capaz de crear simpáticos desastres porque en el supermercado se encapricha siempre de las latas que están más abajo y provoca el desmoronamiento de las pirámides de conservas. Pero quizá esta fama sea exagerada. Al fin y al cabo Antonio Ortega es desde hace dos años miembro del Gobierno andaluz, representando al PA, y el Gobierno sigue en pie. También es cierto que es titular de una cartera con escasas competencias y que con las pocas que tiene ya ha provocado más de un sobresalto político. No deja de ser paradójico que haya sido precisamente el consejero de Relaciones con el Parlamento el que esté protagonizando un escandalete por haberse olvidado de declarar en el registro del propio Parlamento su cargo como secretario del consejo de administración de la Caja de Ahorros de San Fernando, puesto, dicho sea de paso, por el que no recibía ninguna remuneración, lo que descarta la mala fe. A pesar de que su cargo político es un cargo que tiene que ver sobre todo con procedimientos administrativos, no parece que Antonio Ortega esté muy ducho en papeleos. Los periodistas recuerdan aún la precocidad con la que anunció que el Gobierno andaluz iba a presentar ante la junta de portavoces un recurso de inconstitucionalidad contra los presupuestos del Estado, como si éste fuera un trámite que se pudiera hacer, sin más, ante esa instancia. Pero no todos sus fallos son producto del despiste, los hay también que se deben a su ingenua buena fe. Este hombre amable, que posee la sonrisa más generosa de la política andaluza -si utilizamos como índice el número de piezas dentales que es capaz de exhibir simultáneamente- tiene quizá un concepto excesivamente crudo de lo que es un Gobierno de coalición, concepto que además no parece dispuesto a aliñar con disimulos. Recién instalado en la Consejería, escribió cartas con membrete oficial a todos los ayuntamientos que están gobernados por andalucistas pidiéndoles que le hicieran llegar cuáles eran sus necesidades de financiación. Pronto, la sede del Partido Andalucista comenzó a recibir peticiones. Había de todo: desde las 900.000 pesetas que pedían los de Vélez-Málaga para un quiosco de información turística, hasta los 833 millones que querían los de Almuñécar para una piscina cubierta. Los dirigentes andalucistas, convertidos en Reyes Magos por la gracia de las urnas y sin miedo de que les acusaran de clientelismo, hicieron una selección y se la llevaron al PSOE para pedir que la incluyeran en los presupuestos de 1997. Nunca estas cosas se habían hecho de un modo más claro. No hay quien pueda decir que Antonio Ortega no sea fiel al partido en el que milita desde 1976. Es tan fiel que no puede vivir sin sus correligionarios y se ha rodeado de ellos en la Consejería. Llegó un tanto de carambola a la secretaría general, en la que se mantiene desde hace tres años. Sus virtudes para el cargo eran presumiblemente su probada fidelidad y esa mezcla de suerte y oportunidad que son tan necesarias en política. Para decirlo claramente, Antonio Ortega era el que estaba más a mano. Sobre Antonio Ortega cayó parte del peso de las negociaciones previas a la formación del gobierno de coalición entre el PSOE y el PA. Algún malévolo socialista ha confesado haber encontrado en Antonio Ortega un hombre fácil de convencer. Este buenazo de Ortega, que tiene la campechana costumbre de buscar apoyo doctrinario en los refranes, era presa fácil para los correosos socialistas con el culo pelado por las muchas horas de asiento en interminables negociaciones. Lo peor venía siempre el día después, cuando Ortega tenía que rendir cuentas ante ese arzalluz del PA que es Alejandro Rojas-Marcos. El escandalete de las incompatibilidades ha sido la última estación, de momento, en el amable viacrucis de Antonio Ortega. Para más inri, el asunto se ha destapado justo después de que Ortega manifestara la necesidad de mejorar el entendimiento con el PP. Acababa el hombre de asomar la bandera blanca y va la derecha y le lanza una andanada por haberse olvidado de echar una instancia en el registro del Parlamento. Qué ingrata es la política. Está visto que no se puede ser bueno.
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