Dante en la feria
CARLOS COLÓN A partir de esta noche, la Feria. Padres asediados por el sueño en sus coches, pasada la medianoche, esperando a sus retoños feriantes. Pizpiretas mozas vestidas de flamenca y calzadas con botas gigantes. Señoritos de dinero nuevo que se lucen y de dinero rancio que se esconden tras las lonas. Caballistas de alquiler. Familias deportadas -todo el que no tenga caseta es un ilegal llegado a las playas de la feria en los autobuses pateras- que vagan por el ferial pegándole pescozones en el cogote a niños caprichosos por el cansancio y pegajosos por el algodón dulce. Atareados ejecutivos que trabajan esta semana el doble tras recibir la fatídica llamada de los jefes de Madrid o Barcelona anunciando su llegada a las ferias. La calle Pascual Márquez a partir de la medianoche. La desolación de las cholaterías -enterrados hasta los tobillos en servilletas de papel- en la madrugada. El rebujito. Las fiestas con chimpún en las casetas. El amigo generoso que te invita a dar un paseo en coche de caballos y te hace sentir -al verte perdido en el mar equino- como un romano cogido en el atasco de cuadrigas y carruajes al término de una tarde de gladiadores en el Coliseo. Todas las veces que la voluntad o el afecto me han traicionado y me han entregado a la feria, he sentido crecer en mí el disgusto en la misma proporción en que se agigantaba la portada al avanzar por Asunción. Al atravesar la puerta dantesca -en la que veía escrito con bombillas Olvidad toda esperanza- el repelús me invadía por entero. Algunos años afortunados, abrigado por una buena conversación, deslumbrado por la generosidad del acogimiento, salvado del desierto de albero en el oasis de una caseta amiga, lograba burlar el disgusto y autoconvencerme de las bondades feriales. Entonces sentía el contento de diluirme en la mayoría y el consuelo infinito de sentirme normal. Pero otros años -¡ay!- todo se convertía en un peregrinar de caseta atestada en caseta atestada, luchas a muerte por un hueco en el mostrador (no digamos ya por una mesa), atravesar malas calles scorsesianas o agonizar de melancolía llevando a los niños a los cacharritos. Entonces era Dante -y no Galerín, ni los Álvarez Quintero- quien escribía nuestra crónica de feria. Que el último círculo de vulgaridad, pinturas estremecedoras, músicas horribles a todo volumen, cables colgando, estrépito de hierros que chocan y de ruedecitas metálicas que se deslizan sobre carriles y planchas grasientas, voces metálicas amplificadas por malas megafonías y puestecillos de goffres sea conocida como La Calle del Infierno es uno de tantos aciertos que hacen la grandeza de esta ciudad. Porque si existe el restringido paraíso de las buenas casetas y el más amplio purgatorio de las casetas puestas entre muchos o por asociaciones, también existe el infierno en el que son torturados los inmigrantes sin patria de caseta, los turistas despistados a los que les han vendido el amable tipismo de una fiesta que sólo ha sido así en las películas folklóricas (en la feria verdadera se muestra el rostro más excluyente de la ciudad) y los sevillanos malajes, misántropos y raros. Como quien esto escribe.
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