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Tribuna
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Europeos también para lo bueno

Joaquín Estefanía

De no suceder un imprevisto en Bruselas, el próximo domingo la historia se habrá consumado y España pertenecerá oficialmente a la Europa del euro. La moneda única no hará a los españoles ciudadanos europeos: ya lo somos. Pero sus consecuencias lograrán que nos sintamos, más que hasta ahora, ciudadanos españoles de Europa. Con el euro acaba una etapa que arrancó hace 41 años, con el Tratado de Roma que creó el Mercado Común (de seis países), y empieza otra que coincidirá con el cambio de milenio. Hoy, al contrario que en 1957, se entra a tiempo. Para llegar a este punto, los dirigentes europeos tuvieron que superar las concepciones estrechas y economicistas, que provenían sobre todo de las autoridades monetarias, y hacer una interpretación más flexible -más política- de los criterios de convergencia del Tratado de Maastricht: se ha obviado la exigencia de que la deuda pública de cada país no supere el 60% de su producto interior bruto (PIB), y se ha mirado hacia otro lado en la aplicación de la contabilidad creativa, para conseguir que el déficit presupuestario no supere el 3% del PIB (incluido el de los países grandes). Tomar esta decisión política supuso abandonar tesis como la de parar el reloj o la del euro duro, en el que participarían muy pocos países (España no estaba prevista). Pese a la flexibilidad, el esfuerzo macroeconómico de los 11 países que entrarán en el euro ha sido muy significativo, sobre todo teniendo en cuenta, que en la mitad del periodo -primeros años noventa- Europa estuvo en la parte baja del ciclo, con tasas de crecimiento insignificantes. A partir de ahora cambia el escenario y la Comisión Europea y los países participantes habrán de centrarse en otros asuntos. En primer lugar, en la elaboración técnica del euro: alcanzar que para el año 2002 sea verdaderamente una moneda única, desapareciendo las monedas nacionales. En segundo lugar, y seguramente el más importante, obtener la convergencia real; los ciudadanos tendrán un factor de emulación con los mejores países del area, en cada uno de los sectores que conforman el bienestar social.

Por ejemplo, España aspirará a una renta per cápita similar a la media europea; según un estudio del Banco Bilbao Vizcaya, el PIB per cápita español era de un 77,5% de la media europea en 1997 y advierte que nuestro país sólo lograra alcanzar el nivel medio de riqueza por habitante de Europa en el año 2041, siempre y cuando la economía española mantenga un ritmo de crecimiento medio punto superior al promedio europeo. Por debajo de España, en cuanto a, PIB por habitante, únicamente le encuentran Portugal -con un 69,2% de la media- y Grecia -con un 66,2%. Del mismo modo, España tenderá a que su porcentaje de desempleo, superior al 20%, se parta por la mitad para tener el mismo nivel de paro que la media de la UE. Por lo mismo, los españoles exigirán unos niveles de protección social que todavía están varios puntos por debajo de la media europea, y una inversión pública en infraestructuras semejante a la de las naciones más ricas. Por último, los países del euro -que han firmado el Pacto de Estabilidad- se han comprometido a ajustarse al principio de sostenibilidad (el último neologismo). Esto es, la obligación de mantenerse en la senda de una inflación baja y de un déficit público por debajo del 3%, disminuyendo al mismo tiempo la deuda pública.

La pregunta es cómo hacer compatible el segundo objetivo (la convergencia real) con el tercero (la sostenibilidad de la economía sin desequilibrios coyunturales). El resultado de todas las consultas electorales que se están haciendo indican que los ciudadanos dan cada vez más importancia a la convergencia real, en detrimento de los aspectos instrumentales de la economía.

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