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Sepan que son pocos

Soledad Gallego-Díaz

Cuentan que el dirigente socialdemócrata alemán Oskar Lafontaine llegó a prohibir a su equipo que usara en su presencia la "B-palabra'' es decir el nombre de Tony Blair, harto de las continuas comparaciones que hacía todo el mundo entre sus ideas y el programa del entonces candidato laborista británico. El silencio impuesto a sus colaboradores no sirvió de mucho. Lafontaine perdió la batalla dentro del SPD como candidato a la cancillería, frente a Gerhard Schröder, un político con una imagen decididamente más centrista, telegénica y "blair". Así que desde hace unos meses tiene que soportar la B-palabra a todas horas, todos los días, dentro de su partido. Schröder, que ganó la semana pasada el apoyo casi unánime del SPD, cuenta con el voto del ex canciller Helmut Schmidt, -del que se ha dicho que es uno de los políticos más respetados de Europa, y el menos querido-, famoso por sus duros enfrentamientos con el deseo de Lafontaine de imponer radicalmente el programa del SPD a la acción gubernamental. Fortalecido con este apoyo, Schröder ha anunciado que si gana las elecciones "se reserva el derecho a adaptar las decisiones del congreso del SPD a la situación y necesidades de la economía alemana".

Aun así, la patronal de la poderosa industria germana parece no tenerlas todas consigo y ha hecho una decidida apuesta por la continuidad de Helmut Kohl. El presidente de la BDI, Hans-Olaf Henkel, en una entrevista publicada por Le Monde, lo ha dejado claro. Le gusta Schröder, pero no cree que pueda sacudirse la, presión de la anticuada estructura de su partido, entre otras cosas porque en Alemania es impensable una victoria tan arrolladora como la que consiguió Tony Blair en el Reino Unido.

A Henkel le preocupa en general la tendencia de Alemania (y de Francia) a "intentar encontrar una tercera vía entre la economía de mercado, y el socialismo de economía planificada", algo que, según él, ni existe ni existirá. De hecho, cree que ocurre justamente lo contrario. La política germana de concertación empresa-sindicato, de negociación colectiva por rama de actividad, de acuerdo permanente, quizás tenía sentido antes -"cuando había grandes huelgas en el Reino Unido, Francia o Italia", dice-, pero no ahora, cuando reina la paz social por doquier. En este sentido, al jefe de la patronal industrial no le gusta tampoco Kohl, empeñado en mantener esa tradición.

Una lectura atenta, en los últimos meses, de las declaraciones de los responsables de la patronal europea -tanto alemana como francesa o italiana- empieza a resulta reveladora. Durante mucho tiempo, criticaron la unión monetaria por miedo a que las economías nacionales no hubieran convergido lo necesario y la moneda no pudiera mantener su estabilidad. Desde hace días, da la impresión de que esos temores han desaparecido, que están seguros de la marcha que lleva la unión, y que les gusta.

Buena parte de ellos se declara ahora entusiasta del proceso abierto por el Tratado de Maastricht, básicamente porque confían en que los políticos, que hasta ahora no se atrevían a introducir una mayor liberalización de la economía de sus países por miedo a perder las elecciones, encuentren en la unión monetaria tanto la justificación como el pretexto para acometer sin temor las reformas que ellos llevan anos proponiendo. Bruselas no es un centro burocrático ni intervencionista, sino, bien al contrario, un lugar en el que sus aspiraciones encuentran eco, más que en sus propias capitales. "Si Bruselas no existiera", afirma honradamente Henkel, "habría que inventarla".

Hay algunos que piensan, sin embargo, que no todo está decidido. Economistas como Modigliani y políticos como Martine Aubry defienden que la unión monetaria no tiene por qué dar paso a una "americanización" de la economía europea, sino a mecanismos de solidaridad interna que preserven las mejores tradiciones del modelo alemán. Pero sepan ustedes que son pocos.

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