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Señas de identidad

Joaquín Estefanía

Parece haber acabado el largo periodo sabático que la izquierda europea se autoconcedió a partir de 1989. Caído el muro de Berlín, demostrada la ausencia de libertades y eficacia del socialismo real, rematada la utopía comunista, la izquierda democrática entendió que se constituía como único polo de referencia frente a la revolución conservadora, y que sólo tenía que esperar para recoger los restos del naufragio y, siendo mayoría, volver a gobernar e influir.Ya sabemos que no fue así. Fracasada la casa común y potente el neoliberalismo -una especie de amplio paréntesis que de vez en cuando se activa para corregir los abusos del intervencionismo estatal-, la izquierda europea ha vivido al menos un lustro de desconcierto, de falta de identidad en el que, en el caso de estar en el poder, su práctica política semejaba consistir en ir apropiándose de las políticas conservadoras, una tras otra, a medida que los neoliberales, sin resistencia, viraban más y más hacia la derecha; y en el caso de vivir en la oposición, tender hacia los paradigmas del pasado y, en su inutilidad, dar más armas a los contrarios.

Los síntomas del cambio son abundantes. De los 15 Gobiernos de la Unión Europea, 12 están participados por el centro-izquierda, y uno más, el alemán, tiene posibilidades a corto plazo de inicial-, desde el poder, un nuevo Bad Godesberg. En 1978, Felipe González demostró a los socialistas españoles que el socialismo era antes que el marxismo, y ahora preside la renovación ideológica de la Internacional Socialista. Quince años más tarde, un maltratado (por las urnas) Michel Rocard -una de las cabezas socialistas más sugerentes de la Europa de fin de siglo- decía que la izquierda es anterior al socialismo y debe sobrevivirle; sus correligionarlos, con Jospin al frente, lo están demostrando. Y hoy, el Reino Unido tiene la oportunidad de ser, por tercera vez en este siglo (antes lo fue con Keynes y con Thatcher), el espejo de las novedades ideológicas.

Anthony Giddens, uno de los intelectuales más cercanos a Blair -"la persona que piensa como yo", ha dicho el líder del nuevo laborismo- lo ha teorizado: "Con Titmuss, Beveridge, Marshall y Atlee, la London School of Economics (LSE) fue la plataforma de lanzamiento del Estado de bienestar. Más tarde fue el centro de la contrarrevolución del libre mercado, con Friedrich Hayek y Karl Popper, dos teóricos de gran influencia en Thatcher. Ahora quiero que la LSE sea el centro de la tercera fase: reconcebir la política y el Estado en un mundo globalizado y postradicional. Éste es el único lugar donde los políticos y los hombres de negocios se reúnen de modo regular con los intelectuales. Somos un puente entre la City y Westminster".

Blair ha acuñado lo de la izquierda del centro. Los socialistas europeos -conscientes de la "tremenda fuerza y vitalidad de la socialdemocracia"- pretenden extender el diálogo hacia las fuerzas políticas de centro-izquierda, incluido el Partido Demócrata de Estados Unidos. A esta estrategia le han denominado tercera vía. En mayo está previsto un gran encuentro en el Reino Unido, al que puede asistir Bill Clinton, para desarrollar esta tercera vía. Pero para avanzar tendrán que incluir las señas de identidad de las que parten los socialistas, al margen de los grandes principios mediáticos a los que tan aficionado es Blair: estabilidad y prudencia ante la economía mundial; cambiar el énfasis de la intervención del Estado a fin de que se centre en la educación, la formación y las infraestructuras; reformar el Estado de bienestar para evitar que la derecha lo desmantele; reinvención del Estado; internacionalismo.

Y lo deberán hacer no para contestar a los neoliberales que, escasos de ideario desde la década de los ochenta, denominan al laborista Tory Blair y acusan a la izquierda de apoderarse de su prontuario. Esta crítica intencionada, secundarla para los intereses de la izquierda, corresponde siempre a quienes están a la defensiva. Lo tendrán que hacer para acallar a los que desde sus filas sospechan algo análogo; Stuart Holland, un notable diputado de la izquierda laborista que decidió recientemente abandonar el partido de Blair, ha dicho que, estando los tories divididos, agotados y desmoralizados, son, sin embargo, sus argumentos, su filosofia y sus prioridades los que definen la agenda política del nuevo laborismo. Según estas tesis, el nuevo laborismo -que intenta arrastrar al resto de la izquierda europea tras su programa- no representaría más que un thatcherismo humanizado al que se despoja de sus aspectos más desestructuradores, desiguales e insolidarios: es decir, de su antipático extremismo ideológico.

Tras la hegemonía conservadora durante dos decenios, la izquierda se ha desperezado y quiere adecuar su ideología al contexto de referencia de hoy: la globalización. Es urgente su actualización, porque la izquierda se ha estructurado siempre en torno a la confianza en el progreso. Pero la esperanza en el progresismo, como ha ilustrado el ministro de Economía francés Dominique Strauss-Kahn, se ha erosionado y hay ciudadanos que perciben ahora el progreso técnico como un peligro, el económico como una mentira, el social como un espejismo y, como corolario, el progreso democrático como un señuelo.

Al no existir utopías globales, la izquierda del siglo XXI encontrará sus respuestas no en las superestructuras, como antaño, sino en lo cotidiano. Han surgido varios ejemplos en las elecciones primarias del socialismo español que son objeto de polémica también en los países de nuestro entorno:

- Si se está a favor del principio de universalidad o del criterio de las necesidades para aplicar los sistemas de protección social.

-Si se defiende un sistema público de pensiones porque representa un contrato que vincula entre sí a las generaciones, o se confía en el ahorro individual, con beneficios fiscales.

- Si el salarlo mínimo perjudica al equilibrio de los mercados o si es el precio mínimo que una sociedad está dispuesta a pagar para que todos tengan el sentimiento de pertenecer a ella.

- Si hay que desregular y liberalizar todos los servicios de transporte, de energía o de comunicaciones, dejando que la competencia atienda sólo a las partes rentables y abandone a las que no lo son, o hay que mantener servicios públicos financiados por el conjunto de los usuarios para que todos tengan acceso a ellos en todas partes.

- Si los impuestos deben ser proporcionales o progresivos.

- Si el sistema de protección social debe financiarse con cotizaciones basadas en los salarios, que encarecen el factor trabajo y dificultan el empleo, o deben gravar el conjunto de riqueza producida cualquiera que sea su origen.

- Si los incrementos de productividad deben orientarse a

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mentar la producción de cosas cada vez menos útiles o usarse para reducir el tiempo de trabajo y organizar a la sociedad con una mayor igualdad entre los sexos en la vida cotidiana.

Además de dar respuesta a las cuestiones sobre las que hay divergencia en el seno de la izquierda, ésta habrá de profundizar en otros aspectos que, siendo comúnmente admitidos, necesitan de una urdimbre más concreta. Por ejemplo, la vuelta al paradigma del pleno empleo, que es el único en el que pueden anclarse unas sociedades estructuradas, en su esencia, a través del trabajo. El concepto de pleno empleo será muy diferente al de las generaciones anteriores; ya no habrá empleos de por vida, sino que se cambiará a menudo de empresa e incluso de profesión. No será una sociedad sin paro, sino en la que el paro durará poco.

Otra de las discusiones será la primacía de la política sobre la economía en la toma de las decisiones. Lo que pondrá al día el concepto de democracia. La globalización no lleva consigo sólo uña intensificación de la competencia económica, sino un cambio en las formas de vida, sometido a sacudidas sísmicas frecuentes, que cuestiona todas las instituciones existentes, incluido el propio Estado. La globalización, al contrario de lo que entienden los neoliberales, no sólo no devalúa la política, sino que la hace más urgente y más esencial para los. ciudadanos. La democracia representativa y la economía de mercado son imprescindibles para los ideales de libertad e igualdad, pero no son suficientes, y en muchas ocasiones la libertad económica, abandonada a sí misma, va contra la realización de estos principios; sólo una acción política organizada puede corregir las desigualdades que. el mercado global crea.

En definitiva, se trata de ac tualizar la respuesta del viejo Kolakowski a la duda de si somos unos ilusos por intentar seguir pensando en términos progresistas: "No lo creo así. Lo que se ha hecho en Europa occidental por aportar más justicia, más seguridad, mayores oportunidades educativas, más bienestar y una mayor responsabilidad del Estado respecto a los pobres y los desvalidos no se habría logrado nunca sin la presión de las ideologías y de los movimientos socialistas, pese a sus inseguridades e ilusiones".

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