Delfines y dinosaurios
Centran la plaza amplia y despejada los hieráticos y aerodinámicos delfines de su fuente circular, amables y discretas criaturas que amenazan con enmendarle la plana al nomenclátor callejero. Plaza de los Delfines, así llaman muchos madrileños a esta glorieta estratégica en los selectos confines del barrio de Salamanca y el de Chamartín de la Rosa, donde empiezan los racionalistas e ilustrados chalés de la colonia de El Viso, donde hace unas décadas terminaba Madrid y comenzaban las afueras, no suburbiales, sino residenciales.Se trata de una plaza aséptica, más transitada de automóviles que de peatones, socavada por un paso subterráneo que enlaza con los puentes de Raimundo Fernández Villaverde, de paso hacia Cuatro Caminos. Una plaza horizontal, sin edificios altos, proporcionada con los hoteles de la cercana colonia. El singular y funcional edificio del Mayte Commodore, toda una institución gastronómica y cultural en el Madrid de los años sesenta, sigue siendo el buque insignia de esta rotonda de reciente pero jugosa historia. Aleccionados por su anfitriona, cuentan las crónicas, aprendieron aquí a comer algunos de los más voraces y asilvestrados dinosaurios del franquismo, y al tiempo que educaban su paladar y sus modales, acompasados por una buena digestión, se tornaban quizá más dialogantes, casi humanos.
En los fogones y en los salones de Mayte se cocinaba una gastronomía y unas formas eclécticas y civilizadas que a partir del año 68 se publicitaron mediante un premio de teatro, que vino a sumarse a otro taurino que ahora celebra su 38º aniversario. El de teatro, en su primera convocatoria, recayó sobre Marsillach y su Marat-Sade, polémica piedra de toque en las tranquilas aguas del teatro comercial y convencional de entonces. Antonio Gala, Francisco Nieva, Fernán-Gómez, o más recientemente , Fermín Cabal o Alonso de Santos, son nombres, que figuran en un palmares prestigiado por los años y, casi siempre, por sus veredictos.
Tras el fallecimiento de su titular, la empresa sigue adelante llevada por el hijo de Mayte, Luis Aguado Castillo, y su esposa, Gema Sánchez Incera, periodista y restauradora, que ofrece en La Atalaya un menú más económico con inesperados y gratos toques cántabros, según la feliz tradición inaugural de la casa.
En los primeros años de la movida que nunca existió, en un coqueto chalé de esta plaza tuvo su sede el Photocentro, punto de cita y exposición que convocó durante un breve tiempo a algunos de los fotógrafos más representativos que retratarían los fantasmas de aquellos espontáneos y fugaces momentos de éxtasis; cuando Madrid se miró por casualidad el ombligo y no se encontró tan mal, incluso llegó a sentirse fotogénica.
Sobre todo el entorno gravita el peso del cercano instituto Ramiro de Maeztu, un moderno y al mismo tiempo histórico complejo de edificios dedicados a la educación, un proyecto modelo inspirado en las teorías de la Institución Libre de Enseñanza, realizado por encargo de la Junta de Ampliación de Estudios de la República, y desvirtuado, arquitectónica y pedagógicamente, en los primeros años del franquismo, que instaló en uno de sus patios la más infortunada de las estatuas ecuestres del pedestre caudillo para rematar su jugada.
El proyecto inicial, reconocible aún en sus líneas maestras, es obra de los arquitectos Carlos Arniches Moltó y Martín Domínguez; la estructura y las marquesinas, del ingeniero Torroja. Los nuevos edificios se proyectaron a partir de un primer pabellón de párvulos construido a principios de siglo, La idea que presidía el conjunto, pionera en su tiempo,era reunir en un mismo centro todos los ciclos de enseñanza, desde párvulos hasta preuniversitarios, en un marco arquitectónico más humanizado y funcional que el de los clásicos colegios, pensados más como presidios que como escuelas, ominosos y oscuros caserones donde los colegiales eran tratados como reclusos y castigados severamente por sus incipientes delitos.
En el Ramiro, así lo llamaron siempre sus alumnos, los patios de recreo y las aulas se integraban, anotando los inspiradores del proyecto la posibilidad de que las clases se impartieran al aire libre durante el buen tiempo, otra iniciativa revolucionaria, como lo fueron el pavimento de linóleo, la calefacción por paneles, el diseño del mobiliario escolar y las cantoneras de goma en los peldaños de las escaleras que amortiguan los inevitables golpes que los alumnos suelen propinarse al bajar los escalones que les separan de su precaria libertad.
Una idea global que ya se encargarían de desinflar los educadores del franquismo. El desvirtuamiento arquitectónico comenzó con la colocación de unas molduras supuestamente decorativas que ensucian la pureza y la sencillez de líneas y volúmenes con adornos superfluos. En el aspecto educativo, la destrucción causó mayores estragos: maestros de camisa azul y modales guerreros impartieron disciplina cuartelera en aulas y patios y trataron de formar inútilmente el espíritu nacional de sus pupilos. Cayeron expurgadas cientos de páginas de los libros de texto y fueron sustituidas por un puñado de mentiras imperiales; los mártires suplantaron a los filósofos y los héroes a los científicos en un disparatado batiburrillo que afortunadamente no caló muy hondo en los caletres infantiles.
En contra de todas las previsiones de sus mentores, los alumnos del Ramiro ganaron pronto fama de rebeldes. En los años sesenta, por ejemplo, resonarían en su salón de actos los acordes paganos y nada marciales del incipiente rock and roll madrileño de Los Pekenikes y de otros grupos formados también con alumnos y ex alumnos del centro. Años más tarde, los grupos políticos disidentes tomarían el relevo de los musicales y los ecos de la conspiración antifranquista se colarían en las aulas. La vocación heterodoxa del Ramiro se extendió también a lo deportivo; el minoritario baloncesto, y no el fútbol, sería la estrella deportiva con la formación del equipo del Estudiantes. La idea que presidía el Ramiro de Maeztu era reunir en un mismo centro todos los ciclos de enseñanza.
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