Una extraña nube pasajera
La EOC, la Escuela Oficial de Cinematografía que desde el Ministerio de Información crearon Manuel Fraga y José María García Escudero sobre los restos del embrión que fue el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, se convirtió, para el puñado de afortunados muchachos que en los primeros años sesenta logramos ingresar en ella, en una nube pasajera en la que tuvimos la efímera fortuna de vivir, en medio de una dictadura fascista y en un país amordazado, el aprendizaje en plena libertad de la elocuencia del cine.En el solar que entonces era España, el destartalado palacete que había -ahora hay un banco gris, cosa coherente en las sombras de este cruce de tiempos- en la esquina de las calles madrileñas de Génova y Monte Esquinza, se convirtió durante casi una década en el vivero -un caos de esos deja huellas- de varias generaciones de cineastas, la mayor parte aún, o hasta hace poco tiempo, en activo e impulsando el resurgimiento de nuestro cine durante las últimas tres décadas. Con pocas excepciones, el cine español de los últimos años sesenta, todos los setenta y ochenta, y parte del de ahora mismo, inició allí su forja.
No era fácil franquear el umbral de aquella escuela escaparate. Las cribas de los exámenes de ingreso parecían la tala de un bosque. No conservo estadísticas ni recuerdo cifras exactas, salvo las de mis compañeros de curso. En 1964 aprobamos las pruebas de ingreso en la especialidad de Dirección nueve de los más de 500 que se presentaron a ellas. El coste de cada alumno de Dirección -los trabajos de aprendizaje se hacían en formato profesional- era, con gran diferencia, el mayor de toda la enseñanza española, y de ahí que el numerus clausus fuese salvaje. Pero esta limitación era una barrera franqueable.
Lo imprescindible era poner un pie dentro, formar parte de la tripulación de aquel embarque de locos. Por ejemplo, yo ingresé en Dirección sin interés en dirigir películas. Buscaba conocer las tripas del cine para poder escribir guiones desde criterios profesionales y para dar cuerpo a un aspecto de mi dedicación al teatro, que allí practiqué a fondo en un pequeño escenario dedicado a ejercicios de dirección de actores, donde pude montar obras de O'Neil, Brecht y Beckett. En cambio, a Pilar Miró -era de mi promoción y, al contrario que yo, buscaba únicamente preparación para dirigir películas- la suspendieron en Dirección y entró por la puerta de la especialidad de Guión. Obviamente, ella acabó dirigiendo y yo escribiendo películas, que es lo que ambos buscábamos. Casos similares hay muchos.
Lo importante era entrar. Una vez dentro, el aprendizaje era acelarado y compulsivo, pero radical, porque lo abarcaba todo. Había porosidad entre las especialidades en el proceso de elaboración de las prácticas. La enseñanza especulativa, casi toda inútil, era escasa: la imprescindible. Pero el trabajo práctico podía llegar a ser intenso. Recuerdo haber trabajado, durante mi primer curso, en cinco o seis rodajes de segundo y tercer curso, además de dirigir las dos pequeñas prácticas de iniciación que me correspondían académicamente. Filmé, monté, sonoricé escenas dirigidas por otros y, una vez, un compañero de Fotografla me dejó iluminar, al alimón con él, un largo plano secuencial con varios escalones de claroscuros, nada fácil. Obviamente, salió todo muy mal, pero en el cine el mejor maestro es el error. Por añadidura, pude estudiar en moviola películas clásicas y conservo cuadernos de desglose plano a plano de El acorazado Potemkin, de Eisenstein, de Torero, de Carlos Velo, y de varios más.
Recuerdo vivamente las lecciones de oficio que oí y vi en aquel minúsculo plató a Sáenz de Heredia, Carlos Saura, Carlos Serrano de Osma y José Gutiérrez Maesso. Y oigo todavía a José Luis Borau repetir a gritos: "¡No hay más que una manera de aprender a hacer películas, y es aprender a verlas!". En la EOC se aprendía a destajo -había sesiones de debate, tras una proyección de media tarde, que, se prolongaban febrilmente hasta altas horas de la madrugada- a ver cine y aplicar lo deducido de esta visión a los ejercicios de filmación. Al ingresar, todos creíamos saber ver una película, pero bastaban unas semanas allí para descubrir que una cosa es opinar de (el casero "me gusta" o "no me gusta") y otra muy distinta, a veces opuesta, saber de cine.
La nube duró poco. Se pudrió en la miseria política de donde vino. No benefició a la EOC su tecnologización, tras ser trasladada en 1968 al edificio construido para ella en la Dehesa de la Villa y que hoy alberga la Filmoteca Nacional. Viví la EOC dos años en el polvo del caserón de Génova y unos meses -hasta que me expulsó, entre docenas, un perro guardián del franquismo terminal, hoy dedicado a hacer culebrones- en la Cómplutense. Mediaba entre la primera y la segunda un abismo. Se hacían en ella las mismas pésimas, pero indispensables películas de aprendizaje, pero la muerte se le había instalado dentro.
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