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Tribuna
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Rapto de Europa

El Madrid y el Atlético tuvieron el tiempo justo para salir de su último éxtasis: de pronto era viernes y llegaba la noticia de que deberían cruzarse de nuevo con el fútbol alemán y el italiano. Acto seguido, dos ejércitos paralelos de directivos, reporteros, merodeadores, simpatizantes, fisgones y otros comensales de saque potente y mano de gavilán reunían a sus estados mayores, se disputaban medallones de lomo, aceitunas rellenas y croquetas sin clasificar, y reanudaban sus acostumbrados juegos de guerra en tertulias, cenáculos y otros mentideros de la capital. Al parecer, el asunto daba para una sola cuestión: ¿cómo lo ves?, preguntaban a coro.-No son tan peligrosos si les ganó el Barça -malmetía Sanz.

-Vamos a pasar a la final de la UEFA -insistía Gil.

-Somos los mejores -proclamaba Heynckes.

-Aún sin Kiko debemos ser positivos -sentenciaba Radomir Antic, que le ha tomado un amor ciego a la palabra positivo: le preguntan qué tal día hace y responde positivo, qué opina del jamón de Guijuelo y contesta positivo; en fin, don Rado, sin ánimo de ofender y para que pueda colocar la palabra con toda propiedad: ¿cómo le sale este año la declaración de la renta?

Pero, volviendo a Roma, bien podemos decir que los italianos hacen un fútbol mestizo, lleno de evocaciones contradictorias, muy pagado de su propia leyenda, pero contaminado por la obsesión de separar lo útil de lo ameno. Esta esquizofrenia provoca un empobrecimiento de repertorio en muchas de sus figuras. Casi todas ellas, atrapadas a lazo en los mercados internacionales, siguen un mismo proceso de desnaturalización al margen de su estilo y de su escuela. Pueden llamarse indistintamente Laudrup, Bergkamp, Gascoigne, Ronaldo o Kluivert, o Incluso Baggio o Zola: se les contrata porque son como son, gente dotada de habilidades especiales, pero luego, porca miseria, se les exige que sigan un zafio guión en el que las frases son sustituidas por los gruñidos. No importa qué instrumento tocaban en sus primeros equipos: en vista de que dominaban el violín y el piano, se les impone tocar la bocina. Algunos caen en una profunda depresión profesional y otros, los supervivientes, se transforman en burócratas del músculo. Esa es la razón de que, pocos anos después, unos estén irreconocibles y otros se limiten a tocar el tambor. Marcan goles como quien pone sellos.

Por ahora, el Lazio es una excepción a semejante expolio. Para empezar, le ha dado la bandera del equipo a Mancini, que es un prodigio de imaginación y toque; ha creído en la magia bohemia de Medved, y tiene en Boksic a uno de esos sicarios del fútbol que matan por encargo. En resumen: negativo, mister Antic. Mientras esperan la segunda reencarnación de Beckenbauer, los alemanes, llámense Bayern o Borussia, siguen siendo un motor Diesel con un bastidor de acero. Convenientemente blindados, estampados y remachados, practican un fútbol uniforme que pasa por nuestros oídos como el zumbido del ventilador. En la época de las seis marchas, ellos prescinden de la caja de cambios: meten la cuarta y juegan a su ritmo durante noventa minutos o durante noventa días.

El venerable Prusia de Dortinund, digno campeón de Europa, sigue avanzado con aquel sonido de vieja factoría. En sus manos, el balón recorre maquinalmente las líneas como recorrería lo puestos de una cadena de montaje; va de Köhler a Móller, o de Möller a Kóhler, con. la esperanza de que el gol termine saliendo por la tronera. En resumen: positivo, herr Heynckes.

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