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El progreso y la gente

"Yo tengo un proyecto de progreso para España". Hoy, la idea de progreso describe tan fielmente el concepto que los políticos tienen de su propia actividad que nadie advierte contradicción en que un político conservador invoque el progreso como su principal ideario. En apariencia, la idea de progreso como programa político pertenece a los partidos progresistas, pero yo opino que incluso éstos deberían abstenerse de usarla.Y ello porque esa idea ha perdido toda fuerza explicativa, no porque no siga siendo deseable, hoy como ayer, el incremento de derechos sociales, una mejor distribución de la riqueza y la aspiración a la igualdad. Una idea pierde la fuerza explicativa que tuvo en otra hora cuando se sitúa a la espalda de los tiempos, cuando continúa atenida a las experiencias antiguas mientras la historia ha hecho experiencias nuevas. La idea de progreso fue un alumbramiento de la modernidad, y nuestra civilización actual, aunque todavía exhibe en la superficie flores de modernos colores, subterráneamente hunde sus raíces en la posmodernidad.

Se ha discutido en Alemania si la modernidad tiene una legitimación propia o si es sólo una secularización de la cultura cristiana (Blumenberg, Löwith, Schmitt). En lo que se refiere al progreso, es patente que fue un trasunto moderno de la idea cristiana de historia universal o historia de salvación, la cual suponía una concepción lineal y progresiva del tiempo que contrastaba con la cíclica de la cultura grecolatina. Con todo, el progreso asumió con Bacon, Condorcet, Hegel y Marx unos rasgos específicamente modernos. Se convirtió en la doctrina que supone un fin racional a la historia, situado en un futuro no lejano, hacia el que se ordena el presente en un movimiento de progresión necesaria. Ese final es una utopía social dichosa, como un segundo estado de naturaleza, al que aspira llegar la civilización occidental por medio de la ciencia y la técnica.

Cuando los políticos dicen "yo tengo un proyecto de progreso para España" aluden a esta constelación de ideas. Ahora bien, éstas son de esa clase de ideas indiscutibles en las que nadie de verdad cree. Europa, la cuna del progreso, ha hecho este siglo, que era el siglo de la promesa, la experiencia del horror y barbarie más atroces. Durante las guerras mundiales la ciencia y la técnica se pusieron a contribución para el dominio y destrucción del hombre, no de la naturaleza, y la utopía movilizadora de pueblos y revoluciones convirtió al viejo continente en un colosal camposanto. Las colonizaciones decimonónicas se replegaron: frente a la razón europea lógico-científica, declinante tras las guerras deslegitimadoras, emergió por todo el mundo una pluralidad de culturas, y dentro de la europea, una pluralidad de subculturas, conviviendo unas y otras en la presente heterogeneidad multicultural posmodema.

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¿Quién es hoy el optimista que cree en una utopía y en una ley objetiva racional que habrá de conducimos forzosamente a ella? Las dos guerras mundiales han producido la pérdida histórica de una fe dentro del mundo de la vida. De un lado, la política con sus ideales ilustrados, neoclásicos, racionales, constructivos; de otro, la vida y la cultura, escéptica, estetizante, ecléctica, mínima, fragmentaria. De un lado, el progreso; de otro, la gente.

Ésta es la causa del actual descontento político, el divorcio entre la política y la tonalidad afectiva de la vida. Quizá como consecuencia de las mismas guerras, que propenden a sacralizar los ideales de batalla, la idea de progreso se ha congelado en la autoconciencia política; sin embargo, como por paradoja, fueron las mismas guerras mundiales las que verificaron empíricamente, como si se tratase de un experimento de laboratorio, su esencial falsedad.

Por ello, las ideas políticas del día, aunque evidentes, no convencen: ni excitan ni entusiasman; ni seducen como lo bello, ni incendian como lo bueno, ni encierran una verdad histórica, como pretenden. Pertenecen a una escolástica política que, como las otras, nace cuando sus proposiciones han dejado de estar vigentes.

Puede aspirarse al bienestar de los pueblos, a la extensión y consolidación de las democracias, la irradiación de los derechos humanos por la faz del mundo, sin invocar a cada paso la idea de progreso. Opino que es menester buscar la libertad en otra idea explicativa.

Los políticos gobiernan la sociedad de dos maneras. La primera es la actividad que despliegan en la aprobación de leyes reguladoras del funcionamiento de la comunidad; la segunda son las personas mismas de los políticos, el ejemplo que difunden, y me atrevería a decir que esta segunda gobernación es más profunda y duradera que la primera.

Los políticos, en efecto, son la principal fuente de moralidad pública. La ejemplaridad privada de un particular ejerce su influencia en el ámbito privado de sus relaciones; la ejemplaridad de los políticos da el tono a la sociedad que gobiernan, crea pautas de comportamiento, define el dominio de lo permitido y no permitido. La manera en que ellos viven, se organizan, hablan, actúan, conforma paradigmas morales, muchas veces inconscientes, que pueblan la imaginación de los ciudadanos, dictando el recto comportamiento.

La inmensa mayoría de los ciudadanos cumple y observa las leyes todos los días de mil maneras, y no porque haya leído esas leyes que los políticos aprueban o temido las sanciones que contienen en caso de incumplimiento, sino porque, sin atender a las sanciones, hay ciertas conductas que son consideradas respetables o simplemente normales: no robar, respetar la propiedad, pagar impuestos. Los políticos ponen el canon social y el estándar de normalidad. Una comunidad con políticos ejemplares reduciría las leyes a ciertas normas básicas. Inversamente, la inmoralidad de algunos políticos difunde un ejemplo negativo que luego los mismos políticos deben reprimir mediante nuevas leyes más severas y restrictivas.

De forma que una cosa es el gobierno de las leyes y otra el gobierno de los políticos, lo que los políticos hacen y lo que los políticos son. En los actuales Estados sociales todos los políticos hacen y prometen aproximadamente lo mismo y las diferencias entre unos y otros partidos son sólo cuestión de grado. Lo decisivo es lo que son: la ejemplaridad.

La primera tarea de los políticos ha de ser conformar una asamblea de hombres nobles que sea estímulo moral de los ciudadanos a los que gobiernan. Mientras los demás hombres desarrollan su especial profesión, los políticos deben reunir todos los valores que la comunidad estima, elevados al sumo grado. El progreso -el hacer sigue al ser, dice la máxima- vendrá por añadidura. Remozando la famosa sentencia agustiniana, el apóstrofe político capital reza así: "Sé ejemplar, y haz lo que quieras".

Lo único verdaderamente importante de los políticos es su vida privada.

Javier Gomá Lanzón es letrado del Consejo de Estado y codirector de Nueva Revista.

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