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Por si hay que reformarla

Creo no caer en el dislate si me atrevo a pronosticar que, en todos o en casi todos los eventos (congresos, seminarios, celebraciones, etcétera) que durante este año vayan a tener lugar con motivo de los veinte años de nuestra Constitución, estará presente la pregunta sobre su posible reforma. Me curo bastante en salud y por eso titulo estas líneas con un condicional y afirmo luego lo de "posible". Y es que no se trata únicamente de que yo mismo no ande muy seguro a la hora de pronunciarme al respecto. Se trata, con mucha mayor importancia, de que, si se diera el pasó, o, a mejor decir, antes de darlo, se imponen dos condiciones previas.En primer lugar, lo que del consenso nació, con el consenso debe ser reformado. Uno es plenamente consciente de que las cosas han variado sustancialmente. Hace veinte años andábamos todavía instalados en la transición. Había un espíritu casi general de avanzar y consolidar la democracia. Y aunque personalmente pienso que esto último, lo de consolidar, no es obra de textos ni leyes, sino de años de socialización política, no resulta tampoco posible negar que la mera aprobación de una Constitución marcaba un hito fundamental. Se obtenía el instrumento para la regulación de la política. Se plasmaba con amplitud el catálogo de derechos ciudadanos y su defensa. Y hasta se diseñaba, trabajosamente y gracias al consenso, una nueva forma de Estado, el de las autonomías, que significaba un meritorio intento por, una vez más en nuestra azarosa historia política, armonizar la existencia de un único Estado, una única nación y una única soberanía, con las aspiraciones regionalistas y sus representantes.

¿Hay ahora, veinte años más tarde, similar o parecido grado de consenso para la reforma? Las respuestas se dividen. Para unos, "no hay que tocarla". Para otros, no hay que tener miedo en abordar, su reforma. Y no pocos recuerdan que, al menos entre nosotros y quizá en grado excesivo, los textos constitucionales en el momento de su nacimiento han estado demasiado apegados a la realidad del momento. Esto es comprensible. Aunque quizá también lo sea que alguna vez nos atrevamos, en materias fundamentales, a alejarnos un poco de lo circundante.

Pero no perdamos el hilo. Si no se da en estos momentos otro amplio consenso para llevar a cabo la reforma, más vale estarse quietecitos. Y esperar que escampe. A fin de cuentas, acaso muchos de nuestros actuales males políticos se hayan generado al margen de la Constitución. Por ejemplo, ¿en qué artículo de nuestra Ley de Leyes se habla de las famosas cuotas entre partidos a la hora de llevar a cabo importantes nombramientos? En ninguno. Y, por contra, ¿es que no existen en nuestra actual Constitución medidas previstas para menguar excesos o fracasos en algunas comunidades autónomas en ciertas materias? Sí. Y no se aplican. No hay que cegarse en la virtualidad del texto. La práctica política acaba devorando cualquier texto.

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Una segunda condición sería la de tener plena conciencia de qué se trata de reformar. No de partir de nuevo. No de poner otra vez en el paritorio nacional a nuestro sufrido pueblo y acabar haciendo otra Constitución. Precisamente las democracias más consolidadas son las que han sabido reformar, retocar, ampliar o cambiar algunos de los puntos de sus constituciones. Y al revés. Las menos consolidadas, las que tienden continuamente a partir de cero.

Si esto anda medianamente claro, al margen del empeño reformador deben quedar tanto los temas de mera minucia cuanto aquellos otros para los que sería suficiente una buena y adecuada legislación complementaria. De ahí la necesidad de fijar los límites de la reforma y evitar el lanzamiento al vacío. Aunque haya cosas que no gusten. Si han funcionado y no son problemáticas, que ahí queden. Lo más absurdo sería partir de la nada.

Pues bien, sentados ambos presupuestos y por si fuera útil el parecer, tengo para mí que la reforma debería ceñirse (quizá no de forma exclusiva, naturalmente, pero sí de forma principal) a los tres puntos que siguen.

1. La institución del Senado. A estas alturas de nuestro caminar democrático creo que ya se ha dicho todo o casi todo lo que decirse pudiera sobre la pobre tarea de nuestra segunda Cámara. Sin duda nació con pretensiones de representar a las autonomías. Pero tanto la Constitución como la vigente ley electoral la han dejado en mera Cámara de segunda lectura y pequeños retoques en la redacción de los textos. Está claro que, desde la Constitución, no puede ser entendida nunca como una Cámara federal. Sencillamente, porque no lo es nuestro Estado ni lo quiera nuestra Ley de Leyes. Por ello creo que hay que plantearse en serio qué hacer con nuestro Senado. Y optar en favor de un modelo claro y realmente útil. Algunos estudiosos han ido más lejos y apuestan por una Cámara representativa de intereses. Algo así como el reflejo de ese "nuevo pluralismo" que es nota esencial en el moderno Estado social. A lo mejor pueden ir por ahí las cosas sin que ello merme absolutamente en nada el principio democrático. La Real Academia de Ciencias Morales y Políticas ha publicado no hace mucho un buen libro (La reforma del Senado) que reúne una serie de conferencias del cielo organizado por Miguel Herrero de Miñón y que habría que tener presente como posibles opciones.

2. El tema de la delegación competencial en las autonomías. Es una cuestión que deliberadamente quiso dejarse abierta en los momentos constituyentes. Es posible que no hubiera otra salida y de ahí la muy peligrosa y confusa redacción del número 2 del artículo. 150 de nuestra Constitución. Dada su ambigüedad (se podrá delegar todo lo "por su propia naturaleza" delegable), es el punto de arranque de la mayoría de las reivindicaciones de algunas comunidades autónomas (precisamente de las que se resisten a llamarse así y se autoproclaman naciones, países o patrias) para engrosar sus competencias en claro deterioro de lo que, a todas luces, es y debe seguir siendo competencia exclusiva del Estado. Es muy probable que el origen de muchos de los males actuales de nuestro ensayo de Estado de las autonomías (denominación contradictoria donde las haya) esté en que no hay límite. Y si no se puso hace veinte años, la experiencia está demostrando a voces que estamos ante un aspecto esencial que no puede seguir quedando continuamente al albur de pactos o acuerdos entre unos y otros por razones coyunturales: apoyos parlamentarios, temores, chalaneo político. Cerrar, de alguna forma, lo que se dejó abierto me parece tarea primordial. Tanto más cuanto, en algunos casos, tampoco ha habido mucho agradecimiento que digamos por lo mucho dado.

3. Entiendo llegada la hora de facilitar y fomentar otras vías de participación distintas a la de los partidos. El artículo 23 de la Constitución coloca en similar posición las dos formas de participar en la política: directamente o por vía de representantes. Pero, como en -otras ocasiones he escrito, los constituyentes optaron por primar la participación representativa y limitar en demasía las formas de la directa. No podemos extendernos sobre el tema. Me limitaré a afirmar que la regulación de los institutos de la iniciativa legislativa popular, el referéndum, la petición, etcétera, se han quedado en figuras muy cicateramente reguladas y, sobre todo, más excepcionalmente practicadas. Después de veinte años, estimo que los iniciales temores hacia estas vías de participación debieran desaparecer y remover los obstáculos existentes. Sobre todo cuando los partidos no andan muy prestigiados por la sociedad que digamos, y no son pocos sus males. Fomentar, con cautela, la participación directa puede, incluso, ser aire fresco para nuestra democracia. Y hasta convertirla en ilusionante. Buena falta le hace.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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