Jaquecas
En este momento me duele tanto la cabeza que sería hipócrita referirme a otro asunto de mayor interés. Si se tratara de otros tiempos, me consideraría incluso exculpado de escribir y, como entonces sucedía a mi alrededor, los demás se harían perfecto cargo del abandono. En mi familia, a mi padre nunca se le veneraba tanto como cuando, con motivo de estos ataques, no acudía al bufete, se bajaban las persianas de su habitación y mi madre le servía un par de aspirinas o le acomodaba un pañuelo empapado de colonia sobre las sienes. Enseguida los demás bajábamos la voz y durante el almuerzo, si mi padre no salía a comer, se actuaba como en un luto.De los que han padecido jaquecas en el árbol familiar, mi padre y su hermana, mi tía abuela y una prima han sido los más famosos, y a ellos se les atribuyó siempre una inteligencia de calidad superior. Todos mis hermanos, unos más que otros, heredamos este gen, que, a nuestro parecer, siendo engorroso, nos confería prestigio. Los años, sin embargo, han venido a destruir ese don. La medicina corrobora hoy que nuestros padecimientos, unos en los parietales, otros en el occipital, se relacionan con una configuración que, lejos de procurar categoría, nos delata como seres psicológicamente frágiles y deficientemente provistos para encarar las dificultades de vivir. Mi padre, cuando salía de una de aquellas crisis, demacrado o tambaleante, nos parecía un héroe. Ahora, sin embargo, calculando la reacción que en mis hijos vaya a despertar este achaque, disimulo cuanto puedo, y sólo a escondidas tomo el tonopán o niego, si me descubren, que lo tome porque la molestia sea cosa importante, y mucho menos porque no pueda aguantarla trabajando, escribiendo, almorzando con todos, y no ya vencido por el paterno y glorioso recuerdo de este mal.
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