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La cultura,el mercado y la política

La cultura y lo que por tal se entiende en nuestro país han andado, en este siglo XX, un largo camino. En la anteguerra española nos encontrábamos, en un extremo, con la concepción doméstica de la cultura, aquellas "labores y cultura general" en las que los varones habían confinado a las señoritas españolas de los años treinta y con las que éstas rellenaban su casilla profesional; y, en otro, con la Kultura con K, elitista y sabiamente cultivada, de nuestros doctorandos en Alemania. Hoy, entre nosotros, como en todas partes, la cultura ha ensanchado sustancialmente sus dominios y, en ellos, ha acogido a la cultura popular, a las industrias culturales de masa y a sus productos con la cultura mediática en su centro, a la cultura cotidiana, a los nuevos territorios de la cultura -cultura de la paz, cultura de la naturaleza, cultura y turismo, cultura y ciencia, cultura de la solidaridad, etcétera y obviamente a la alta cultura -las Artes, las Letras, la Música, la Danza-, que sigue inspirando y presidiendo a todas las demás. Sin olvidar la más importante, la cultura como universo simbólico y estructura de valores como productora de sentido en las sociedades contemporáneas.La vastedad y relevancia de la cultura así entendida -sin que su coincidencia con la categoría civilización ni el refunfuño de algunos exquisitos haya afectado a la generalización de ese proceso expansivo- le confiere una posición eminente en la realidad actual. En todos los ámbitos, comenzando por el económico. Al inicio de los años ochenta, Jack Lang escandalizaba a los puristas al hablar de "economía y cultura, un mismo combate". Ahora sabemos que la irrupción de la economía en lo inmaterial ha hecho de la cultura el sector económico que más ha crecido en los últimos 20 años y que con casi cuatro millones de trabajadores se ha convertido, en Europa, en uno de los primeros sectores industriales y de servicios. El aumento del empleo en el ámbito cultural ha superado ampliamente el índice medio de empleo global: + 24% entre 1987 y 1997 en España, + 34% y + 3 7%, respectivamente, en el Reino Unido y en Francia, en la década de los ochenta. Ese continuo incremento laboral se apoya en el fuerte potencial de crecimiento del sector en estos tiempos económicamente mediocres: el mercado audiovisual debería aumentar más del 70% en los próximos cinco años, y lo mismo debería suceder, aunque en porcentajes inferiores, en el turismo cultural, los usos del patrimonio, los festivales populares, etcétera.

La progresión constante de la urbanización -más del 82% de la población de la Unión Europea vive en zonas urbanas, frente al 71% en 1965-, la notable reducción de la oferta de trabajo y la consiguiente expansión del tiempo del ocio, la extensión de la población formalmente culturalizada -en 1996 teníamos cerca de quince millones de estudiantes en los países comunitarios- son factores que han con tribuido a disparar la demanda cultural. La creación, en el marco de la Unesco, de la Comisión Mundial sobre Cultura y Desarrollo, que preside Javier Pérez de Cuéllar, es la más brillante ex presión institucional del destino conjunto de economía y cultura. Su disociación en el sureste asiático, ejemplificada por la transposición literal y mecánica de unos comportamientos económicos a un contexto cultural que les es totalmente ajeno, ha acabado produciendo una dramática crisis financiera. Esta andadura común responde, por lo demás, a la condición económica que tienen hoy todos los procesos y productos, incluidos los culturales. Nuestra sociedad de mercado ha mercantilizado la naturaleza, la vida, sus obras. Hoy, cualquier parcela, cualquier expresión de la realidad, es, antes que nada, mercancía que se vende, se compra, se administra y' gestiona con un único propósito: su rentabilidad. Por lo que lógica del capital y lógica de la cultura son indisociables y están regidas por los principios de la primera: beneficio y acumulación, lo que más va al que más. El primer objetivo de un texto es su venta. La vocación más excelsa del libro es la de ser un best-seller, y el mejor argumento para comprarlo es que se vende mucho. Por eso los best-sellers se hacen por encargo, y en la FNAC la sección mejor situada es la que los ofrece. Los premios no aspiran a recompensar a los premiados, sino a beneficiarse con la recompensa de éstos, digo, los premios ya no premian a los premiados, son éstos los que premian a los premios. Por eso los creadores culturales -artistas, escritores, diseñadores, modistas, músicos, cocineros, cineastas, etcétera-, con las excepciones del caso, se han transformado en implacables gestores de su fama y han patentado y administran no sólo su obra, sino su vida y su nombre. Este imperio del marketing,con sus reclamos de excelencia y sus prácticas de masa, su necesidad de redundancia y sus proclamas de novedad, es lo que explica la prevalencia actual de los intelectuales del fast thinking, el prestigio de los escritores de obras de lectura transversal, la productividad de los gozos divulgadores y literarios en que se han especializado los científicos y filósofos del prêt-á-penser.

Ahora bien, el producto cultural no es una mercancía, aunque funcione como tal, y no agota sus razones de ser en el hecho de que se compre y se venda. Las industrias de la diversión, del ocio y de la imagen tienen un más allá del mercado cuyos usos y fines desbordan ampliamente la esfera económica, algunos de los cuales no conciernen solamente a sus usuarios directos, sino que afectan a la comunidad en su conjunto. El naufragio de modelos y doctrinas, la fragilización creencial e ideológica que han producido la posmodernidad y el pensamiento único han obligado a las culturas a asumir la función ideológica y han hecho de ellas el soporte principal de las identidades colectivas. Sean éstas geopolíticas, etnosociales o profesionales, la cultura es su principal argamasa, y la recuperación de la identidad, el restablecimiento de los vínculos comunitarios, es esencialmente obra suya. La mejor respuesta a la exclusión social es la inclusión cultural, la ciudadanía de la cultura. Pero sin confundir los ámbitos ni las funciones. Pues el actual funcionamiento ideológico de la cultura empuja a toda comunidad cultural a reivindicarse como comunidad política y a constituirse en Estado nación con la plenitud de atributos soberanos que le corresponden. Lo que si en algunos casos es plenamente legítimo no puede generalizarse sin que la capacidad de conciliación integradora de la cultura se convierta en fuerte de antagonismos y de conflictos. La condición perversa de la nacionalización ideológica de la cultura tiene mucho que ver con el drama de la antigua Yugoslavia, y hace de la gestión política de la multiculturalidad la gran apuesta en que convergen la dimensión ecocultural y la geopolítica en los procesos de estabilización y de integración de las comunidades diferenciadas en áreas conjuntas -española, europea, mediterránea, etcétera- Por lo demás, la ideologización cultural de estas comunidades es casi inevitable, ya que se alimenta de la contradicción entre la diversidad de las culturas y el pluralismo moral que defendemos y el modelo sin alternativa tanto económico (el mercado) como político (democracia parlamentaria de partidos) que nos enclaustran en el pensamiento único.

De aquí la importancia de la política cultural, objeto de permanente malentendido y conculcación desde las posiciones liberales. Convencidos de que su único cometido posible es el adoctrinamiento y la propaganda en que la confinan las dictaduras -de personas y/o partidos- y rechazando con razón la intromisión del poder público en los procesos de creación y en los contenidos (le las actividades culturales, sus impugnadores hacen imposible la necesaria protección de los valores comunes de cada comunidad; es decir, de su identidad, en la que se funda el interés general. Claro que esa protección debe limitarse al establecimiento por vía democrática -el programa cultural del partido que gana unas elecciones libres- de las grandes opciones y finalidades culturales, y no puede confundirse con el reparto de prebendas a los amigos personales o políticos. Pero esa perversión frecuente no invalida la legitimidad de la política de la cultura, porque con ese rasero habríamos de suprimir todas las políticas sectoriales -industrial, agrícola, comercial, etcétera- en las que el interés general no es más evidente y los márgenes para la arbitrariedad y la corrupción son muchísimo mayores. Lo que sí que hay que hacer es examinar su cumplimiento, ver en qué medida ha logrado los fines que se proponía. Con ese propósito pusimos en marcha en el Consejo de Europa, en los años ochenta, un programa de evaluación de políticas culturales que ha mostrado su utilidad. España lleva 12 años esquivándolo. ¿Por qué no se somete de una vez a él?

Lo que sucede es que la cultura no tiene suerte con sus máximos gestores políticos. Los ministros, del ramo, con poquísimas excepciones -Malraux, Jack Lang-, consideran que el cargo les viene corto, cuando son ellos los que les vienen cortos al cargo. Su ejercicio ministerial es un tránsito de circunstancias cuyo solo propósito es conducirlos lo más rápidamente posible a otros destinos más nobles. Y la misma actitud vicaria e instrumental podría atribuirse a los responsables de las grandes fundaciones, que, con las salvedades de rigor, piensan que esos extraordinarios instrumentos de acción cultural y social de que disponen, y cuyo protagonismo comunitario es cada día más necesario, deben agotarse en la función de bailarina del presidente. Ha dicho Roman Herzog, presidente de Alemania, que la política de la cultura es tan necesaria para la concordia ciudadana como la política del desarme para la paz internacional. Tal vez por eso está en alza en todas partes. Más de cuarenta centros -institutos, observatorios de política cultural- existen ya en la Europa comunitaria. Dos países han inaugurado recientemente Misterio de Cultura: el Reino Unido e Italia, y en este último es el vicepresidente del Gobierno quien ha asumido el nuevo ministerio. La contribución de la cultura y de su política como factor esencial del desarrollo sostenible es opinión generalizada que han hecho suya Federico Mayor en la Unesco y Marcelino Oreja en la Comisión Europea. ¿Cuándo empezamos nosotros a tomarla en serio?

José Vidal-Beneyto es secretario general de la Agencia Europea para la Cultura.

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