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La ampliacion del voto juvenil

"Se me ocurre proponer que los niños voten".La frase, procedente de la psicóloga forense Blanca Vázquez y publicada por EL PAÍS el 2 de enero en una carta al director sobre los malos tratos en la familia, merece una reflexión. ¿Cuándo deben comenzar los ciudadanos a ejercer el derecho al voto? ¿Deben seguir votando a partir de los 18 años? ¿Y por qué no desde los 13, o los 15, o al menos desde los 16, edad legalmente apta aún -no se olvide- para ingresar en una cárcel de adultos?

Partamos de que el sufragio universal es una conquista democrática irreversible y dediquémonos solamente a establecer los confines razonables de ese universo de votantes. ¿Es hoy la frontera de los 18 años un límite sólido que justifique dejar fuera de la participación política esencial en una democracia a los menores de esa edad, a todos los menores de esa edad?

¿Existen estudios solventes que nos aseguren que el niño de 13, 14, 15 o 16 años, habitante de la aldea global y receptor habitual del caudal de información suministrado cada segundo, carece de capacidad para emitir un voto en igualdad de condiciones que un adulto? O de otro modo: ¿La "falta de madurez física y mental" del menor de 18 años -que, según la Declaración de los Derechos del Niño, aprobada en 1959 por la ONU, genera una necesidad de protección legal y social le invalida verdaderamente para ejercer el derecho a votar, esto es, a elegir entre diversas opciones políticas que durante una campaña electoral exhiben sus programas y sus candidatos?

Porque no se trata, por el momento, de echar sobre los adolescentes responsabilidades políticas o de gestión pública para las que cabe convenir que, posiblemente, no estén capacitados. No se trataría tampoco de interrumpir abruptamente la etapa de formación de los niños para dedicarles prematuramente a dirigir la sociedad. Lo que se plantea es únicamente el derecho de los menores de 18 años -sería preciso fijar un límite convencional, nunca, en mi opinión, por encima de los l6- a depositar la papeleta electoral en toda clase de comicios políticos: europeos, estatales, autonómicos o municipales.

La Constitución de 1978 estableció la mayoría de edad de los españoles -y, con ella, su derecho al voto- a los 18 años, lo que supuso un avance respecto a la legislación anterior, que la fijaba en los 21 años. Pero aquel avance, producido hace ya cuatro lustros, no es necesariamente inamovible, como no lo fue la mayoría de edad anteriormente fijada a los 23 años -que convivió, por cierto, con la legislación civil foral aragonesa, que la reconocía a los 20 años- ni las limitaciones seculares que impidieron el voto de los pobres o el de las mujeres o la concesión franquista del sufragio electoral a los cabezas de familia.

Ahora mismo existe el precedente odioso del anticipo de la mayoría de edad penal a los 16 años. Establecer el derecho de voto a esa edad, o a otra que se conviniera, sería también una excepción, pero en este caso favorable a los derechos del menor. Y, del mismo modo que la mayoría de edad penal convive con la mayoría de edad general, establecida en los 18 años -con sus indudables efectos jurídicos, incluso para poder ser candidato-, bastaría con que se desarrollara por ley, el artículo 23 de la Constitución en el sentido de que el derecho que se reconoce a los ciudadanos "a participar en los asuntos públicos" mediante representantes "libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal" se adelantara unos cuantos años.

No debe ocultarse que la anticipación de un derecho político sobre la mayoría de edad general puede originar problemas jurídicos. Ya los señaló con brillantez, durante el proceso constituyente,, Miquel Roca Junyent, ponente de la Minoría Catalana. La ponencia había propuesto, por mayoría, anticipar la mayoría de edad política mediante el siguiente texto: "Los españoles adquieren la plenitud de sus derechos políticos cumplidos los 18 años".

Ello quería decir que el resto de los derechos inherentes a la mayoría de edad continuarían adquiriéndose a los 21 años. Roca hizo ver la incongruencia de que el nuevo alcalde de Madrid pudiera tener 19 años y autorizar un presupuesto de 30.000 millones de pesetas y, en cambio, necesitara la autorización de su padre para interponer un recurso contencioso electoral, para contratar locales donde celebrar los mítines o para comprar un simple vehículo. "¿Quién lo hará"?, preguntaba con gracia, repetidamente, el ponente nacionalista: "¿El papá o el niño?".

Tales problemas jurídicos se reducirían al mínimo si sólo se adelantara la edad apta para votar, ya que quedaría intacto el momento de adquirir el resto de los derechos civiles y políticos derivados de la mayoría de edad. En todo caso, tomar una medida como la que aquí se plantea exigiría al legislador un previo debate para dilucidar si merece la pena.

En ese debate sería necesario analizar si la protección y el armonioso desarrollo de la personalidad que merece la infancia, según la Constitución y los convenios internacionales, es compatible, o acaso complementable, con el ejercicio del derecho de voto. En esa discusión habría que aportar, entre otros muchos argumentos políticos, jurídicos, psicológicos y sociológicos, lo que el artículo 48 de la Constitución impone: "Los poderes públicos promoverán las condiciones para la participación libre y eficaz de la juventud en el desarrollo político, social, económico y cultural".

En favor del anticipo de la edad apta para votar hay, además de otras muchas, razones demográficas. El aumento de la longevidad ha producido en nuestros días el envejecimiento del electorado. De hecho, en España existe una bolsa de dos millones de jubilados y pensionistas con derecho al voto, que constituye un legítimo lobby en defensa de sus intereses y que, sin duda, condiciona las políticas sociales de los gobiernos y las ofertas electorales de los partidos que aspiran a serlo.

De ese colectivo de potenciales votantes forman parte personas consideradas no aptas para la actividad laboral o profesional o en condiciones de decrepitud manifiesta. ¿Podría asombrar que, paralelamente a esas situaciones, se admitiera también el voto de quienes todavía no han alcanzado la plena capacidad ni madurez? En estos tramos marginales de la población, el derecho de voto se configura, respectivamente, como una prórroga o un anticipo de la vida adulta en plenitud de derechos y deberes.

Una inyección de votos juveniles, además de contribuir a equilibrar el peso político legítimo de la tercera edad y a ensanchar la universalidad del sufragio universal, probablemente haría volver la cabeza de los políticos hacia problemas educativos, de paro juvenil y formación profesional que ahora se abordan desde la única perspectiva de unos representantes elegidos por votantes mayores de 18 años.

Y no se diga que un ciudadano de 14, 15 o 16 años no tiene capacidad hoy para elegir políticamente lo que más le interesa, sobre todo si las ofertas electorales son capaces de conectar con sus inquietudes. Cuestionarse si algunos adolescentes tienen capacidad de discernimiento exigiría replantear el derecho al voto de algunos ancianos nonagenarios y abocaría a una no deseable guerra generacional. Parece mucho más democrático aumentar por el lado juvenil el volumen de votantes.

No se asuste nadie tampoco porque a los 20 años de la Constitución de 1978, que rebajó en tres años la posibilidad de ejercicio de los derechos civiles y políticos de los españoles, se plantee extender a los adolescentes el derecho al voto. Mucho más audaces parecían las primeras mujeres que osaron reclamarlo.

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