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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El síndrome radical

PARECE HABER en los nacionalismos violentos una deriva que promueve la escisión de la escisión, la violencia injertada en la violencia. El GIA argelino surgió frente a una supuesta moderación del FIS, y no faltan las derivas del IRA cuando el terrorismo irlandés ha permitido, como ahora, que se explore otra vía de solución del conflicto que no sea la de los bombazos. El asesinato, el viernes pasado en Ajaccio, del prefecto de Córcega, Claude Erignac, se inscribe en esa misma lógica del horror.La isla francesa del Mediterráneo goza de un régimen de autonomía desde 1982, coronado por una Asamblea corsa, a la que poco importa si llamamos nacional o regional. Jamás ninguna parte del territorio francés había disfrutado de un autogobierno -sin duda inferior al de las nacionalidades históricas españolas- como en la actualidad. Los movimientos nacionalistas, tanto si reivindican una autonomía de mayor calado o directamente la independencia, están dentro de la ley republicana. Por ello, no puede haber razonamiento que justifique el asesinato del funcionario de mayor rango de la isla durante los últimos 20 años de agitación terrorista.

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En esa cadena de acontecimientos se dió un grave giro en la evolución del nacionalismo corso en 1989, cuando un grupo de autoproclamados radicales se escindió de A Cuncolta (La Consulta) y creó su propia red terrorista, el Frente de Liberación Nacional Corso-Canal Histórico. Y no es casualidad que el enfebrecimiento de los violentos reclame una contraseña histórica para sus fechorías. Desde entonces la escisión de la escisión ha sido el parte médico habitual del mal corso. Aunque la policía anda desorientada en sus pesquisas, una reivindicación un tanto oscura del asesinato apunta a que el responsable del crimen sería un grupo, desconocido hasta la fecha, denominado Sampieru, del que sólo se sabe que es una pandilla de incontrolados que fueron expulsados de la casa madre porque su única razón de ser era hacer la guerra por su cuenta.

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Repetidas veces el Estado francés, que ayer congregó al presidente Chirac y al jefe del Gobierno, Jospin, en la capital de la isla, Ajaccio, para subrayar -la conmoción de -París ante lo sucedido, ha ratificado que los movimientos nacionalistas no violentos son admitidos al diálogo con las autoridades, elegidas -no lo olvidemos- de forma plenamente democrática. Porque es precisamente el fracaso de estas opciones, tan minoritarias como criminales, lo que inspira su propia conducta.

La gran ironía es que todas las opciones regionalistas, nacionalistas o autodeterministas, difícilmente son capaces de llegar a un 10% de los sufragios en una isla que cuenta con 260.000 habitantes. Una provincia francesa que con una renta per cápita inferior en un 30% a la media nacional, encuentra su mayor problema en la pobreza comparativa, en el paro y en la ocupación de numerosos enclaves del poder fáctico por parte de organizaciones mafiosas que son capaces de poner en entredicho los mismos principios de la doctrina republicana: la igualdad ante la ley y la fraternidad solidaria del Estado.

En la medida en que los que creen en el terrorismo como solución a los problemas corsos son una ínfima minoría, es más difícil aún pensar en soluciones políticas al problema. En último término, el crimen en la Île de beauté, como se la conoce, es un gansterismo unido a oscuros intereses económicos, como ha dicho el ministro del Interior, Jean Pierre Chevénement. No es necesariamente más autonomía -aunque en democracia ése es un asunto a discutir permanentemente-, sino más justicia social lo que demanda la isla francesa.

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