Mañanitas invernales
El cielo de Madrid, en estos amaneceres de invierno, tiene un tono perezoso, aún no abrillantado ese azul que tanta fama le dio. Alguna nube rezagada está enrojecida por el sol que sale detrás de las casas y espejea en los pisos altos. Hacia las siete, antes quizá, crujen las camas en miles de hogares, corre el agua de las abluciones de urgencia y pasa revista el afán que trae cada día. Es la hora de los autobuses periféricos, la arrancada del metro, que ha estado en huelga y poca gente se enteró. Los vehículos municipales espolvorean las calles con el humo inicial de los motores, que se nota más en las primeras horas. En la parada del autobús no suele haber signos de familiaridad, ni parecen coincidir las mismas personas al mismo tiempo. Como ocurre con los vuelos regulares, ese primer periodo del día mantiene una regularidad que el endiablado tráfico deteriora inevitablemente. De no se sabe dónde, aparecen los barrenderos, las barrenderas, metidos en monos de tono naranja, aunque no estoy muy seguro de que esto suceda todos los días.La capital, salvo la fiebre de las noches de viernes y sábado, ha dejado de ser noctámbula, se ha europeizado, se ha vuelto aburrida y quizá peligrosa. En la madrugada, aún oscuro, el alumbrado perenne enseña el camino de siluetas apresuradas, generalmente femeninas. Hay más mujeres trabajadoras que hombres, una marca que ocupa los puestos de trabajo arrebatados al varón, que, como siga así, verá ocupado el sitio en tareas superiores. En el centro de la ciudad, en esta espaciosa calle donde vivo, las oficinas han desalojado a las viviendas y dicen que, a no tardar el siglo XXI, se verá el fenómeno inverso, cuando los inventos mediáticos permitan cumplir las tareas sin salir de casa. 0 sea, un anticipo del regreso a la civilización troglodita, con cachivaches interactivos y transfusión de ideas por los misteriosos vericuetos de Internet y el silencioso egoísta tecleo de los ordenadores.
La primera tanda laboral, en nuestra ciudad, se inicia casi al unísono y se encienden las luces hacia las ocho. Desde hace un tiempo indeterminado, la limpieza de los despachos se hace en la tarde precedente, concluida, temprano aún, la jornada seguida. Poco más tarde, despierta la Administración. Las encargadas de las centralitas telefónicas desenchufan el contestador y dejan pasar unos minutos, como corrección a la prisa de los exigentes madrugadores. Aún retrae la inercia del sueño, apenas remediado con una taza de café, sorbido a toda prisa. El desayuno vendrá luego, hacia las diez, con otro piscolabis, sustancioso en la mitad de la jornada. Quizá no sea muy recomendable pretender la solución de los problemas municipales o autonómicos ante estómagos vacíos. Percibimos más amable flexibilidad cuando el sol está en todo lo alto, mayor inclinación a servir al prójimo, como si eso fuera indispensable.
La marca, edad y cilindrada de los automóviles va en ascenso, desde las tempranas furgonetas y los seat deslustrados, que salen pronto, modernizándose el panorama con el abanico de esos coches que vimos anoche en la televisión. Apenas taxis. Antes del gran despertar aún circulan los que han de ganarse la vida, a sabiendas de los riesgos de la vigilia. Hay una pausa, de la qué suelen ser víctimas quienes han de estar en el aeropuerto o la estación a primera hora y no han encargado el servicio la vispera.
En miles de hogares se ha preparado el refrigerio de los escolares, ese combate librado por las madres contra las fuerzas de la naturaleza que incitan al niño a quedarse en la cama un rato más. Es otro punto y aparte en el variado flujo de las poblaciones que conviven porque no tienen otro remedio. Las diez puede ser la apoteosis de los gerifaltes, los que viven en las afueras y llegan a la tarea incomodados por las cotidianas adversidades de la circulación. En verdad que la hora más racional es la de los superjefes, que pueden permitirse el lujo de transitar en coches con chófer. Son los que menos tiempo permanecen enlatados en susvehículos. Otro hábito es el de prender la radio, o dejarla enganchada al despertador. Reconforta al ciudadano comprobar que los contertulios -que se supone cobran fuertes sumas por ese pluriempleo- se han tenido que levantar o, al menos, despertar antes que nosotros. Se nota.
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