Un extraño en el 'derby' vasco
Una decisión del árbitro equilibra un partido con poco fútbol y mucha estrategia
El derby vasco nacía mudo, y mudo se quedó hasta que Megía Dávila decidió poner un estruendo particular, de esos que discuten no ya la justicia del juego sino la aptitud de los jueces. Su decisión de dar por válido el gol de Gracia fue la única voz particular de un encuentro mudo. Enmudecieron los seguidores rojiblancos cuando vieron la tablilla de la alineación con Guerrero y Urzaiz en el banquillo, y enmudeció Anoeta cuando Larrazabal se sacó un disparo raso que se coló por debajo de la barrera que había saltado previendo altura. En realidad era un partido sin palabras en espera de algún grito aislado. Luis Fernández lo enmarañó con tres líneas de pegamento que dejaron a la Real Sociedad sin abastecimiento. La cuestión tendía a lo visceral sin solución de continuidad.
La Real, con su costado predilecto, el izquierdo, atascado por Lacruz y Larrainzar, necesitó la bofetada del gol para interiorizar el concepto del derby, un papel que suele interpretar con soltura y que ayer parecía atenazado por el peso de la púrpura: la posibilidad de ser líder y presentar los papeles en el campeonato.
El Athletic, a cambio, tenía la lección aprendida. Su cartilla era brevísima: juntar líneas y convertir su terreno en una manifestación de futbolistas que impidiera a la Real combinar y, sobre todo, correr, los dos argumentos que mejor personalizan el fútbol blanquiazul. El partido estaba destinado a una disputa entre el orden (rojiblanco) y la voluntad (blanquiazul).
El conjunto de Krauss necesitó media hora para aclarar algunos conceptos. En ese periodo extrajo algunas lecturas: Kovacevic dominaba con facilidad el juego aéreo ante Roberto Ríos, y Craioveanu podía desequilibrar a Carlos García con velocidad. A la vista de ambos argumentos, Loren y Pikabea, ociosos en defensa ante la falta de oposición, se aprestaron a rudimentalizar el fútbol y abastecer a sus delanteros con balones cruzados que obviaban a los centrocampistas, figuras decorativas de un partido que no había nacido para el toque ni la sutileza.
A priori ese fútbol debía convenir al Athletic, pero ninguno de sus centrales se mostraba capaz de dominar el juego aéreo. El Athletic había decidido condenar a Alberto a un proceso acelerado de congelación por inactividad, con Etxeberria entretenido en batallas individuales con su marcador, con el colegiado y consigo mismo. Su misión, en la pizarra de Luis Fernández, era entretener el partido en territorio realista.
El Athletic cumplía la ordenanza laboral a la perfección en el centro del campo con Urrutia y Alkiza, sobrados para contener a los pivotes de la Real Sociedad. El gol, inesperado, le proporcionó la fe en un sistema que a priori limitaba de forma rácana su margen de maniobra. El resto era una cuestión de resistencia.
La Real tenía enfrente un crucigrama: persistir en los balones cruzados o forcejear en el centro. Krauss dio entrada a De Pedro para dar mas circulación al balón y un acceso mayor a sus dos delanteros. Además ganaba a Aranzabal en su posición natural, rescatándole de un infierno particular en el centro del campo. Pero el partido no cambió.
El discurso seguía siendo bastante plano en ambos equipos: táctico en el Athletic y hueco en la Real Sociedad. El duelo ratificaba su natural condición: forcejeo y miedo a perder, un asunto particular confiado al esfuerzo y a la fe más que a la calidad o el entretenimiento. En los derbys nadie disfruta hasta que el marcador dicta sentencia. El fútbol está prohibido salvo en contadas ocasiones.
Como en la primera mitad, la Real Sociedad necesitó casi otra media hora para construir una jugada con voluntad de gol, pero Cvitanovic fue incapaz de empujar adecuadamente con la cabeza un centro exquisito de Aranzabal. El Athletic agudizaba su culto al numantinismo a pesar de que Luis Fernández efectuó un triple cambio con la intención de refrescar el esfuerzo y tratar de otorgar una mayor posesión del balón.
El partido había nacido condenado y no redimió la pena en su transcurso. El Athletic afianzó su papel, conviniendo en mayor medida a su fútbol tan rudimentario como ordenado. La Real Sociedad apeló al corazón y al asalto visceral en busca de un remate de cabeza o una situación fortuita de las que recuerdan que el fútbol sigue siendo un juego.
Y lo fue. El Athletic jugó una carta y la ganó. La Real no supo a qué carta quedarse y el árbitro le salvó la partida: en el último suspiro Kovacevic arrolló a Etxeberria y Gracia marcó a puerta vacía. La falta era tan sonora como peligrosa pero el árbitro encogió los hombros y decidió el resultado del encuentro. Era un final infeliz para un partido infeliz.
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