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Tribuna
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Merci, pelirrojo

Apenas habían vuelto Clemente y sus muchachos del Estadio Frigorífico de París, los aficionados comenzaban a discutir el rendimiento de la selección.-¿Que si me gustó el partido? ¿Cuál de ellos? ¿El que hicieron hasta el primer gol, el que jugaron hasta el final del primer tiempo, la salida en la segunda parte o el desbarajuste del último cuarto de hora? -Se preguntaban los más quisquillosos.

-Me gustó el primer tiempo que hicimos. En el segundo, Francia fue superior dijo Clemente, entre calada y calada.

-Hemos tenido enfrente a un gran rival -respondió Aimé Jacquet desde el banquillo francés.

Aceptado el supuesto de que con un mismo desarrollo cada partido puede tener varios desenlaces, es necesario aceptar una evidencia: cada partido es casi siempre la suma de varios. Hay un primer partido incierto hasta que alguien marca el primer gol, y distintos ritmos, tonos y disposiciones del juego conforme va cambiando el marcador. Pero, además, el resultado es con frecuencia un subproducto al que se llega después de una frágil secuencia en la que coinciden jugadas accidentales, cambios de humor, decisiones incomprensibles y golpes de genio. Por eso el cronista vive en la zozobra permanente de quien tiene que decidir entre dos opciones opuestas y desigualmente comprendidas: la de valorar los matices del juego con independencia del golito que cae por el embudo y la de limitarse a buscar un argumento que se vea correspondido con el marcador.

Pensándolo bien, la segunda tiene un mérito escaso y supone un retorno a cierto artilugio rural que se llamó el higrómetro del burro y que, recordémoslo, básicamente consistía en un azulejo sobre el que había un burro pintado, de cuyo cuarto trasero colgaba una cuerda de esparto. El inventor justificaba el fundamento físico del artefacto con estas frases, oportunamente grabadas junto al rabo: Si se mueve es que hace viento. Si está húmedo es que llueve. Si está tieso es que va a helar. Según referencias de todos los institutos demoscópicos consultados hasta el momento, esta máquina de origen suizo no se equivocó jamás.

Así, pues, podemos calibrar el partido Francia-España con el higrómetro del burro: fotocopiar lo que colgaba del marcador. Pero, si tomamos distancia para abrir la perspectiva, es justo que felicitemos a Javier Clemente con la misma pasión que poníamos para criticarle cuando, al margen de los marcadores favorables, la selección parecía uno de esos esforzados equipitos escoceses que primero animan los mundiales y luego terminan lustrando las botas de los niños del Brasil.

En su última época, la selección no es aquella ruda y combativa cuadrilla de gañanes que lanzaban la pelota con honda a la espera de un rebote afortunado. Ahora también corren todos, como el fútbol moderno exige, pero el equipo tiene la cuota de armonía y talento que siempre ha distinguido a un verdadero aspirante. Aunque en la nevera de París faltaba, por distintas razones, gente como Guardiola, Kiko, Hierro, Caminero, Fran, Guerrero o De la Peña, allí estaban, muy bien asistidos en todas las líneas, Raúl inventándose agujeros, Alfonso cuadrando círculos y Etxeberría metiendo esas diagonales suyas a la yugular.

Esta vez, durante un buen rato, la selección de Clemente le bordó el fútbol en la pechera al equipo que representará la, grandeur en el Mundial. Tuvo, precisamente, grandeza.

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