Ande o no ande, el Burrito, grande
El Valencia había vuelto a su estadio con el cuerpo herido por los goles. Después de la segunda noche de locura y pirotecnia en el Camp Nou, los chicos llegaron a Manises con la sonrisa mellada de todos los ganadores que deben pagar un duro precio de incertidumbre antes de conseguir la rendición incondicional.Fuera por algún resabio de tensión contenida o porque a los purasangre siempre les queda un resoplido, la historia continuó con un grave incidente. Según noticias del cuartel general valencianista, el Burrito Ortega le había dado una coz a Farinós.
-Le lanzó una patada rastrera: falló el primer intento y acertó al segundo; en realidad fue una de esas reyertas algo ridículas entre camorristas bajitos en las que el agresor termina tropezando con el bordillo de la acera.
-Pero, tratándose de Burrito, la patada es, después de todo, una imagen de marca -respondieron sus abogados defensores.
Los reporteros que habían comentado las fricciones entre el geniecillo de River y su nuevo entrenador volvían a alarmar a la hinchada con el relato de los hechos: sin mover un músculo, el redimido Ranieri le había echado del entrenamiento sin contemplaciones. Luego recapacitaron; puesto que sus jefes le necesitaban para el partido de vuelta de Copa, el Burrito sería perdonado el miércóles-, a más tardar.
Llegada la hora, el Piojo picó al Burrito y ambos se hartaron de jugar. A Celades, siempre perdido en la maraña de forzudos de Van Gaal, le ablandaron el cuerpo a pelotazos; al pobre Bogarde le crujía el esqueleto; Reiziger se arrastraba por las esquinas como un alma en pena,y Hesp, largo y verde como un ciprés sintético, se convertía en el personaje principal del drama: era el portero de noche. Plantado bajo los palos, resistió desesperadamente las apariciones de Angloma, los recortes de llie y Morigi y las desbandadas de Carbone, a la espera de que algún camarada pudiera salir del caos y consiguiera armar un contraataque decisivo. Como de costumbre, Luis Enrique, el hombre que hace las veces de abrelatas desde que empezó la Liga, metió el turbo y procedió a interpretar un convincente penalti. Esta vez provocó una de esas faltas tobilleras que ningún árbitro se atreve a discutir. La pitan, y punto.
(-En el banquillo del Luis Casanova el césped me llegaba hasta las cejas. ¿Cómo voy a saber si fue penalti o no? -dijo Van Gaal, que venía de caerse de su propio burro, mientras miraba desde el canto de la mesa.
-Tengo que reconocer que a mí me pareció penalti -dijo Ranieri, que entró en la sala de prensa investido de su nueva autoridad de perdedor honrado).
Rivaldo puso la pelota sobre la manchita blanca, se pasó la mano por sus pómulos de mascarón, y despachó el primer gol con un gesto de indiferencia, como se despacha un impreso. Puesto que había tenido que bajar de las nubes para ejecutar el penalti, decidió quedarse en la tierra para ganar, el partido.
Entonces, la Copa había dejado su nómina de supervivientes y damnificados. Unos entrarían en el bombo y se despedirían hasta los cuartos de final. Los otros empezaron a lamerse las heridas sin perder ni un minuto.
Sin perder un segundo, como por ensalmo, los valedores del fútbol usurero miraron el marcador y se apresuraron a gritar que más vale tener tres ocasiones de gol que diez.
Fueron desenmascarados a tiempo. Los muy farsantes pretendían convencemos de que más vale pájaro en mano que Burrito volando.
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