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Las sentencias

Advertir de lo que, si se dan unas ciertas condiciones, o se mantiene un determinado contexto, es obvio que va a ocurrir no impide el que suceda. En África los expertos suelen anunciar con tiempo la próxima hambruna, sin que por ello se pongan los medios para evitarla. El que marchemos hacia la destrucción del medio ambiente no conlleva, como ha puesto de relieve la conferencia de Kioto, que se intente en serio poner remedio. Para proteger los intereses inmediatos de los poderosos siempre cabe acogerse al qué largo me lo fiáis, o dudar de la verosimilitud de los pronósticos -a lo mejor las consecuencias no son tan horribles como algunos las pintan-, o bien refugiarse en el optimismo tecnológico: cuando la naturaleza arruinada apriete de verdad ya se encontrará una solución satisfactoria. Asombra contemplar cómo la humanidad camina decidida hacia la catástrofe, de la misma manera como cada uno lo hacemos hacia la muerte. No sólo los individuos, también los pueblos y las civilizaciones son mortales.Asimismo los regímenes políticos tienen su ciclo y el Estado democrático que salió de la transición, como todo lo viviente, recorrerá sus etapas hasta su consunción. Lo único que en nuestro caso llama la atención es la velocidad del deterioro: la joven democracia española muestra ya formas y grados de corrupción a los que los vecinos del norte han llegado en un plazo mucho más largo. Si a ello se unen deficiencias propias de la falta de madurez o defectos que arrastramos del régimen anterior, el veredicto sobre la democracia en España no puede ser muy favorable. En este panorama, a nadie sorprenderá que se hayan confirmado los peores augurios que algunas voces disonantes ya manifestaron al señalar las consecuencias disolventes que comportaría no asumir en el momento oportuno las responsabilidades políticas pertinentes. Vivimos unos años verdaderamente críticos, en los que, eludiendo las más obvias, se negaron evidencias, y ello, respaldándose en principios tan poco democráticos como que no habría más responsabilidades que las que se derivasen de sentencias firmes, o que un Gobierno elegido democráticamente gozaría de legitimidad plena, fuese cual fuese su comportamiento, mientras contase con la mayoría del electorado -no existiría diferencia entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio-, o que habría poderes del Estado, unos más legítimos que otros, por ser unos elegidos directamente por el pueblo soberano -el Parlamento- mientras que ése no era el caso del Poder Judicial. El PSOE no sólo se saltó en su práctica de gobierno principios democráticos fundamentales del Estado de derecho, sino que, una vez en la oposición, tampoco ha renegado de tan nefasta doctrina. Sin atreverse ya a defenderla a las claras, de hecho la sigue sosteniendo implícitamente con su comportamiento.

Llega la sentencia sobre el caso Filesa que ratifica que efectivamente hubo corrupción, pero, en vez de desligarse de aquellos de los que se ha probado su culpabilidad -otros, que se hallaban a mayor altura, se han librado por motivos procesales, o sólo cabe barruntar su culpa- se grita desaforadamente "injusticia, injusticia esparciendo la sospecha de que los tribunales, al servicio del Gobierno, se hubieran ensañado con el principal partido de la oposición para impedir que se recupere. Como único argumento mencionan a la persona y partido que han ejercido la acción popular. Pero, como un mensaje tan propio de aparato sólo cala entre gentes muy adictas, para el gran público se subraya que la injusticia consiste en que se castigue duramente a unos, cuando han pecado todos. Claro que al que se le condena por haber eludido los impuestos, o ser pillado con contrabando, tiene la misma sensación de injusticia: muchos cometen el delito y tengo que ser yo el que pague los platos rotos. El razonamiento lo volvemos a encontrar entre los banqueros procesados: otros también han utilizado los mismos métodos fraudulentos y ahí están en casa tan tranquilos. Pero como un delito no deja de serlo porque lo cometieran otros muchos que, por una u otra razón, queden sin castigo -es muy desigual la cuota de esclarecimiento y condena de los distintos delitos-, se cree afinar más sacando a colación que los condenados, si cometieron delito, no lo hicieron para llenarse los bolsillos, sino por el bien de su partido, aunque en el caso de Roldán, próxima sentencia, quedará patente cómo se imbrican ambos propósitos.

De los tres, este último argumento es el que me parece más dañino. Robar para uno es más comprensible, y, si me aprietan, perdonable, que hacerlo para el partido. En el primer caso se trata de un delito común que, en una sociedad en la que eres lo que tienes, probablemente existirá siempre; pero robar para el partido es un delito público de mucho mayor calado, y en este sentido, lejos de servir de atenuante, constituye una circunstancia agravante, ya que corroe la democracia, el mayor bien colectivo.

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Es significativo que permanezca en la penumbra algo que debiera ser palmario, a saber, que los delincuentes condenados, así como sus instigadores, al anteponer los intereses de partido a los del normal funcionamiento de la democracia, son todo menos demócratas. Un partido que rompe con el marco legal en el que debe actuar se desliza hacia una mafia. Un militante que voluntariamente se ha prestado a corromper la vida democrática en favor de su partido no merece solidaridad alguna de parte de sus compañeros, sino que la única respuesta posible, desde una mínima comprensión de lo que supone la democracia, es su expulsión inmediata. El ex senador Josep Maria Sala, al salir de la cárcel en libertad condicional, sin distanciarse de los hechos probados y mostrando su connivencia con los demás condenados, todavía se atreve a afirmar que "se equivocan los que piensan que estoy muerto políticamente". Si, como hasta ahora, consigue mantener el apoyo incondicional de su partido, la que estaría a punto de fallecer es la democracia en nuestro país.

El que un ex ministro y diputado, procesado, por un crimen por el que el fiscal pide 23 años de cárcel, pueda mantenerse en el Parlamento a la espera de que muy probablemente tenga pronto que abandonarlo por sentencia firme es la prueba irrefutable de que el PSOE en la oposición sigue adherido a la doctrina que mantuvo en el poder: los crímenes de Estado, en vez de merecer una pena superior por minar las bases mismas del Estado democrático, deben permanecer impunes, así como el que ha facilitado el cohecho a favor de las arcas del partido ha de contar con la protección mafiosa de su gente. Lo que diferencia a la mafia de una sociedad mercantil es sólo que la primera actúa en una esfera declarada ilegal, caracterizándola precisamente el prestar un apoyo incondicional al delin

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cuente que ha trabajado para la organización y sabe callar.

Lo grave es que estos comportamientos que destruyen la convivencia democrática son atribuibles -en mayor o menor medida, según haya sido la cuota de poder- a todos los partidos, tanto de ámbito estatal como a los periféricos. Libres de culpa sólo están los partidos minoritarios que no han tenido acceso al erario. La consecuencia lógica que se deriva de estos hechos es que la clase política que nos gobierna tiene poco afecto a la democracia, a la que apela únicamente como legitimación, dispuesta siempre a manipularla a su favor, una conclusión hoy por hoy por completo inadmisible pero que se convertirá en explicación principal cuando haya fenecido, antes o después, el régimen actual.

La judicialización de la política que impusieron los que no quisieron asumir sus responsabilidades tiene aún otras consecuencias no menos onerosas. La peor es que conlleva necesariamente el descrédito de la justicia, piedra angular del Estado democrático de derecho. Al permanecer en sus cargos con el apoyo del partido, los tribunales están obligados a juzgar a políticos en activo, con las implicaciones políticas que ello comporta. Si al menor indicio -y un procesamiento ya significa indicios racionales de culpabilidad- los partidos y las instituciones reaccionaran como es uso en las democracias occidentales nadie se sentaría en el banquillo revestido con la púrpura del poder -es decir, aforados- con privilegios -que, claro, pueden decantarse en inconvenientes, una sola instancia, con sentencias no recurribles- que además de ningún modo encajan en el principio democrático de igualdad ante la ley. A los que se les acusa de delitos previstos en el Código Penal debieran acudir a los tribunales como simples ciudadanos; ya tienen protección suficiente con el suplicatorio, pero su concesión tendría que arrastrar la dimisión del cargo público. Entre nosotros, la solidaridad partidaria que se presta a los procesados obliga a mantenerla, incluso cuando hay sentencia condenatoria, situación harto incómoda de la que no hay otra salida que proclamar injusta la sentencia. No cabe mayor descrédito para el poder judicial que un partido político de alcance nacional -que ha gobernado y que volverá a gobernar un día, si la alternancia democrática funciona- ponga en tela de juicio las sentencias de los tribunales que afectan a sus afiliados.

Pero la gravedad de este comportamiento ya es suma cuando el PSOE, al alegar intromisión del poder y afán de venganza en la sentencia del caso Filesa, coincide con la valoración que hace el nacionalismo vasco de la sentencia -también injusta, manipulada por el poder- contra la mesa de una coalición separatista que apoya el terrorismo como instrumento válido de acción política. Antes de que se pronuncie un tribunal, y sin que éste pueda hacer nada para evitarlo, ya está claro quién se sentirá manipulado y tratado injustamente y quién apoyará la sentencia en todos sus puntos, incluso antes de leerla. Con lo que en el ambiente queda un tufillo irrespirable de manipulación y arbitrariedad de la justicia, la más grave y perjudicial consecuencia de la judicialización de la política. Que se corresponda o no con los hechos es cuestión que no cabe elucidar a la ligera, pero en todo caso es obvio que las implicaciones políticas de las sentencias de alguna forma han de influir sobre los magistrados.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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