El tinglado de la Iglesia
Muchos opinan con razón que los obispos están fuera de nuestra realidad española, y se ha perdido la confianza en ellos y en lo que representan. En la encuesta hecha entre los socios del Círculo de Lectores, a la que respondieron nada menos que 93.316 de ellos, resultó que el Vaticano, lo mismo que la Conferencia Episcopal española, recibía, entre las calificaciones de sobresaliente, notable, bien, aprobado y suspenso, solamente la de "suspenso". Y el estudio de la Fundación Santa María concluye que a casi la mitad de los católicos españoles les molesta la demasiada riqueza de la Iglesia; y que casi esa mitad piensa que se aferra demasiado al pasado. Y en el dogma de la infalibilidad del Papa es en el que menos creen, como he recordado anteriormente, porque lo acepta sólo una cuarta parte de ellos.Ésta es la realidad, de una Iglesia que se ha revestido en exceso del lastre externo que tomó del imperio romano primero, y luego del mundo feudal, para terminar con la influencia desmedida del absolutismo legitimista francés en la Edad Moderna; y de buena parte de esas rémoras todavía no se ha desprendido. Siempre parecerá cierto lo que decía de forma cáustica a principios de siglo el padre Laberthonière: "Constantino hizo de la Iglesia un imperio, santo Tomás hizo de ella un sistema, y san Ignacio, una policía". Así, antes del Concilio, se había hecho la Iglesia no una monarquía, sino una pirámide autoritaria, centrada toda en su vértice.
Por eso muchos se preguntan si nos podríamos hacer ahora a la idea de Jesús paseándose con mitra y báculo, o caminando sobre la Silla Gestatoria ayer, y hoy en el papamóvil. La sencillez atractiva del Evangelio casi ha desaparecido de sus filas de mando. Juan XXIII decía, hablando del Papado actual, con su sorna característica, algo evidente: "Yo no he encontrado en el Evangelio la figura del Sumo Sacerdote, que es un esquema judío; ni la de Pontífice Máximo, que es un recuerdo romano; en el universalismo del Evangelio sólo he encontrado la figura del Buen Pastor". En los primeros siglos no se tenía a Roma como la sede del mando y la autoridad, sino la que tenía únicamente "la primacía en la caridad", (san Ignacio de Antioquía). La organización teratológica a la que ha llegado, a través de los casi veinte siglos de su existencia, le producía cierta risa al padre jesuita Danièlou, cuando fue elegido cardenal, y confesaba que no Podía tomarla en serio.
Su ley escrita, el Derecho Canónico, tanto el latino como ahora también el oriental, le merecía, a ese papa sin remilgos que fue Juan XXIII, el siguiente juicio, que les hacía a unos estudiantes que le visitaron: una montaña imponente -para los seglares- que siempre encuentra -el especialista- un pequeño túnel para pasar por debajo de ella; dando a entender así que los especialistas se encargan de ello, cuando les conviene. Y de los teólogos de la Curia opinaba: siempre que veo a un teólogo es un poco como un enemigo; y no tenía inconveniente en bromear con unos curas jóvenes acerca del expediente que le hizo el Santo Oficio, siendo profesor del seminario; y les recordaba, para que no temiesen a esa moderna Inquisición, que hasta un sacerdote incriminado por este dicasterio represor puede ser elegido papa, como lo fue él.
Los seglares católicos tienen que aguantar todavía unos sermones dominicales que invitan a no volver a la Iglesia, por su falta de realismo o el aburrimiento que producen generalmente, como irónicamente confesaba en el siglo pasado el obispo francés Dupanloup. Para él, los 30.000 sermones dominicales predicados en las iglesias todavía no habían podido arrancar la fe de los corazones de quienes sumisamente iban a oír misa en las fiestas de guardar en Francia.
Estamos invadidos los católicos por las leyes de la Iglesia, resumidas hoy en los 1.752 artículos del Código de la Iglesia (ayer eran 2.414), y "millares de decretos litúrgicos", según el teólogo K. Rahner, SJ, y los directorios anuales, o las "innumerables colecciones de actas, preguntas, respuestas, informes, decisiones, sentencias, citaciones, instrucciones, procedentes de muchas congregaciones y comisiones romanas".
Por eso no es extraño que hasta un católico a machamartillo, como el italiano Vittorio Messori, según cuenta la agencia católica de noticias Adista, haya solicitado este año que dejen de hablar tanto los jerarcas de la Iglesia. Quiere que simplifiquen y sinteticen sus mensajes. Y que, para ello, se instaure un periodo sabático de siete años durante el cual la Iglesia oficial guarde silencio, porque la verborrea eclesiástica ha producido más palabras en los últimos 20 años que durante los 20 siglos anteriores; y que los papas recuperen la costumbre, de hace unas décadas, de no escribir más de tres encíclicas como mucho. Y -añado yo- que seamos los seglares quienes hablemos y opinemos, y ellos defiendan sólo nuestro derecho a hacerlo libremente, y a no ser coartados tampoco por la intervención de los organismos eclesiásticos represores.
Al fin y al cabo, la gran autoridad moral de los antiguos santos padres había enseñado que la Iglesia es una "casta prostituta" (Hans Urs von Balthasar, Ensayos teológicos, II), en donde lo bueno y lo malo se mezclan constantemente; y, por eso, está necesitada de "constante reforma", porque es también "una institución terrena y humana" que la necesita "permanentemente" (Vaticano II, UR, 6). Su historia lo demuestra con sus numerosos errores, defectos graves, costumbres inmorales, coacciones, dominio inhumano, crueldades y falta de libertad.
¿Qué debía ser entonces la Iglesia?: no el autoritarismo ni el legalismo desbocado, sino lo que decía ella misma algunas veces, en sus momentos de sinceridad: "La Iglesia son los Fieles, más que los muros" (Concilio de Arras, año 1025); y poco después enseñaba el franciscano español Alvaro Pelayo: "La Iglesia no se construye con muros y barreras, porque es la comunidad de los universales", ya que "la Iglesia no está construida por un cerco de muros, puesto que es el conjunto de sus miembros" (san Juan Crisóstomo).
Hay que atreverse a sostener que nosotros, los seglares, "somos la Iglesia", como decía el papa Pío XII, pues de sus avanzadillas es como ésta se construyó y debía seguir construyéndose. Una Iglesia de amistad donde todos deben enseñar el Evangelio; y no sólo el clero. Que lo imperativo está únicamente en el Evangelio, y en su simple proclamación; pero no en esas enseñanzas, instrucciones, explicaciones e interpretaciones con las que la jerarquía nos abruma. El magisterio se equivoca frecuentemente, no el Evangelio, como recordaba el escriturista padre McKenzie, SJ, hace años, en su acertado libro La autoridad en la Iglesia.
Y debíamos planteamos también el futuro de esta abigarrada Iglesia, que está en profunda crisis, se den cuenta o no los obispos. Los seglares ya somos mayores de edad, según proclamó el Concilio; y no pueden mantenernos en una perpetua minoría de edad religiosa. Por eso la mayor parte de la juventud que practica algo religioso lo hace por libre.
Hubo un gran profeta hace siete siglos, el fraile Joaquín de Fiore, el cual vislumbraba una tercera época de la humanidad, que llamó la del Espíritu Santo. Su característica sería la libertad, en contra de la concepción de la historia de la Iglesia que perdura en el cristianismo. Epoca que, según comenta el gran historiador de las religiones, Mircea Eliade, "traerá ( ... ) como última consecuencia, la abolición de las reglas e instituciones existentes" (Mito y realidad).
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